martes, 29 de noviembre de 2011

Páginas perdidas y rescatadas del “Sueño del Infierno”, de Quevedo, con unos pocos anacronismos que no han de hacer dudar de su autoría



Dejé a aquellos con sus penas y tormentos y comencé a subir por una cuesta empinada. Tanto subí, que me pareció que ya debía estar saliendo del Infierno y volviendo a nuestro mundo, pero en cuanto llegué a la cima me desengañé de esta ilusión, de tantas almas y tan miserables que vi. En el Infierno seguía, y no en uno de sus mejores barrios. Tanta era la miseria que allá se juntaba, que no se podía creer, y no pude sino exclamar:
- ¡No doy crédito a mis ojos!
Cuantos pudieron oírme se volvieron para mirarme, y sus miradas eran tan torvas y ceñudas que pensé que había mentado la soga en casa del ahorcado. Aunque me embargaba el alma ver a aquellos condenados, me cuidé mucho de expresar mi sentimiento.

Vi  gente comiendo las cosas más variopintas: televisores de plasma, coches deportivos, relojes caros, incluso alguno que se comía un chalet de lujo ladrillo a ladrillo. Pregunté a uno por aquella extraña gastronomía y me contestó que, habiendo comprado sin dinero, ahora tenían que comer sin comida. Vi también muchos que debían ser poetas, pues decían que se habían arruinado por unas letras, perseguidos por otros que, a pesar de su forma humana, era plantas, pues querían que aquellos les abonasen no sé qué. También los había que sin duda eran muy mezquinos, pues ¿quién, si no es mezquino, se quejaría de los intereses elevados? Tenía que caminar con cuidado para no tropezar con las largas y pesadas cadenas que llevaban muchos de los que por allí estaban, que por cierto eran extranjeros o lo parecían, pues en lugar de “cadenas” las llamaban “hipotecas”. Vi también gigantes que se tambaleaban, amenazando aplastar a muchos enanos que por allí corrían despavoridos. Algunos de estos gigantes habrían caído si no fuera por millones de enanos, que, muy a su pesar, debían sostenerlos apilándose unos encima de los otros mientras otros que parecían mandar mucho pero eran igual de enanos que los demás, les gritaban: “¡hay que rescatar a los gigantes, si ellos caen estamos perdidos!”. Me sorprendí de que los gigantes tuvieran tantos problemas para mantener el equilibrio, pues parecían fuertes y recios, hasta que me di cuenta de que sus pies eran diminutos en relación a la gran masa de sus cuerpos, como si alguien hubiera entendido al revés el mecanismo de un tentetieso.
Un caballero alto y delgado, montado en un rocín igual de delgado que él, miraba a dichos gigantes, y, volviéndose a su rechoncho escudero, díjole: 
- ¿Ves a esos malvados gigantes, que tantas vidas inocentes amenazan? ¡Tenemos que acabar con ellos!
A lo que aquel respondió:
- No son gigantes, mi señor, sino bancos, y si acabamos con ellos, ¿quién me prestará dinero para comprarme un nuevo burro cuando éste se me muera de viejo?
- ¡Mira, pues, allá, mi buen escudero! – dijo entonces el otro - ¿No ves cuán nerviosos están aquellos mercados?
- ¿Mercados? No veo tales, sino tan sólo personas, y no tan nerviosas como avariciosas. Por lo demás, no se preocupe vuesa merced por tan poca cosa, que ya tienen a todos los gobiernos del mundo a sus pies para apaciguarles cualquier inquietud. Busquemos entuertos que deshacer en otro lugar, que estos de acá son demasiado complicados, y antes nos deshacen que nosotros a ellos.
Dicho eso, se fueron los dos cabalgando en sus monturas, y yo seguí caminando.

Un poco más adelante, se me cruzó un pollo sin cabeza, que corría alocado derribando todo a su paso, y tras él un hombre que iba gritando:
- ¡Sistema financiero, vuelve!
“Extraño nombre para un pollo”, pensaba yo, cuando se repitió la escena, aunque ahora el pollo era otro, pues quien corría detrás gritaba:
- ¡Presidente de la nación, vuelve!
En unos pocos minutos, pude ver que, entre los dos pollos, habían demolido dos escuelas públicas y un hospital. Me alejé de tan peligrosos animales, y me encontré con un hombre que jugaba en una máquina tragaperras. Los dibujos que salían en las tres ruedas giratorias eran banderas de países. El hombre echó una moneda y accionó la palanca. Cuando se detuvieron las tres ruedas, mostraban dos banderas de Grecia y una de Italia. El hombre retuvo las dos de Grecia e introdujo otra moneda en la máquina. Volvió a accionar la palanca, y la tercera bandera griega se unió a las otras dos. En ese momento la tragaperras empezó a escupir millones de monedas a gran velocidad, y tuve que ponerme a cubierto detrás de unos árboles para refugiarme de la metralla monetaria. El jugador saltaba y cantaba celebrando su buena suerte. Cuando dejaron de volar las monedas, las reunió todas en un montón, cogió una de ellas, y volvió a echarla en la máquina. Hizo girar de nuevo las tres ruedas, que, según se iban deteniendo, mostraron: una bandera italiana, otra bandera italiana y… una tercera bandera italiana. Temiéndome lo que podía pasar, salí de allí corriendo, hasta que escuché la gran explosión de monedas.

Me detuve a descansar y miré a mi alrededor. Vi a un hombre que estaba tumbado debajo de un banco. Le pregunté:
- ¿Qué haces ahí, desgraciado?
- ¡Ay! – contestó, suspirando – por fiarme de un banco, ahora tengo éste por morada. ¡Casi lo mismo que le sucedió a ése!
Miré donde apuntaba mi interlocutor, y vi a un hombre que se acomodaba malamente en una caja. Me volví al del banco y le pregunté:
- ¿Y no sería más cómodo estar encima del banco, y no debajo?
- ¡Qué más quisiera yo! ¿Es que no sabe vuesa merced que no todos pueden permitirse el lujo de tener un ático? He de conformarme con el sótano… ¡y no es poco tener cobijo!
En esto estábamos, cuando llegó otro hombre, que se acomodó encima del banco.
- ¡Yo quise venderle mi piso, pero no quiso comprarlo! – me dijo el recién llegado.
- No es que no quisiera. - replicó el otro – Si hubiera tenido dinero… quiero decir, si me hubiera podido hipotecar… ¡Pero estoy en el RAI!
A punto estuve de preguntarle qué era eso del RAI, pero viendo que estaba en el Infierno, conjeturé que era otra forma de referirse al mismo, y seguí adelante.

Me adentré a continuación por una avenida flanqueada por edificios de viviendas. Lo extraño de estas viviendas era que no alojaban en su interior personas, sino animales: los pisos altos estaban habitados por pájaros, que, hartos de la estrechez del nido, preferían pisos de tres habitaciones, dos baños, cocina independiente, garaje y trastero, mientras que los pisos inferiores estaban ocupados por ratas y otros roedores. Por si esto no fuera lo bastante asombroso, vi familias enteras viviendo en las copas de los árboles que flanqueaban la avenida, y algún que otro trabajador que salía de su alcantarilla para ir al trabajo. Seguí andando y no vi más que casas sin gente y gente sin casa. Asombrado por todo esto, pregunté a uno de los que salían de las cloacas:
- ¿Y cómo es que vives en las alcantarillas, cual roedor?
- ¿Dónde podía acabar yo? – contestó, - Mucho tuve que roer, pero ya roí lo poco que tenía, así que, siendo ya roedor por naturaleza, no me costó acomodarme entre los ratones.
Oyendo esta explicación, ya no tuve que preguntar nada a los habitantes de los árboles, así que dije a unos que colgaban de una rama:
- ¡Espero que hayáis aprendido la lección! Por querer volar tan alto, acabasteis viviendo como pájaros.
Y, aunque seguí poniéndoles verdes un rato, algunos se pusieron tan rojos que acabaron cayendo del árbol como frutos maduros, abriéndose la cabeza y dejando todo perdido de sangre. Me alejé temiendo alguna represalia, aunque nadie pareció inmutarse. Un poco más adelante, vi a una especie de Aristóteles en horas bajas. Su toga estaba hecha de remiendos, y la corona de laurel que portaba en la cabeza ya no tenía ninguna hoja, con lo que más parecía que un pájaro hubiera dejado un nido a medio hacer sobre su calva. En su venerable barba de filósofo antiguo brincaban continuamente miles de venerables piojos. Escribía con un mugriento lapicero en un cartel cuya leyenda era “SE VENDE”. Cuando el filósofo terminó de marcar con rabia unos pocos trazos, el cartel había cambiado de idea y ahora decía “NO SE VENDE”. Le pregunté:
- ¿Por qué modifica el cartel, buen hombre?
- Porque soy un filósofo, - contestó, - Como bien sabe todo el mundo, los filósofos amamos la verdad, ¡y ese cartel mentía!
- ¿Es que acaso no se vende esta propiedad? – indagué.
- ¡Mire a su alrededor! – dijo, señalando a los otros edificios visibles. Todos tenían un cartel que decía “SE VENDE”.
- Todo se vende, al parecer.
- ¿Todo se vende? ¿Cómo puede ser eso?
- ¡Es cierto! – dije, de pronto dándome cuenta de dónde quería ir a parar el extraño personaje, - en realidad, si se vendieran las propiedades que afirman, algo estaría ya vendido.
- ¡Es que no se vende! ¿Y acaso sabe vuesa merced por qué no se vende?
- No lo sé.
- ¡Pues porque no hay dinero! ¿Y sabe por qué no hay dinero?
- ¡Porque no se vende!
- ¡Exacto! – exclamó él, y volvió a la tarea en la que le había sorprendido, con otro de los carteles. Yo seguí mi camino, y salí de aquella ciudad fantasma antes de que a alguien se le ocurriera colgarme un cartel de “SE VENDE”.

Ya fuera de la población, me encontré con un hombre vestido con una larga túnica, que llevaba en la cabeza un sombrero cónico adornado con estrellas y lunas doradas y miraba al cielo. Me detuve un momento a ver qué hacía este individuo extravagante. Observó durante un rato el vuelo de unos pájaros. Luego, sacó de uno de los bolsillos de su túnica un ratón muerto con las tripas abiertas. Metió un dedo en las entrañas del animalejo y revolvió un poco. Luego, volvió a guardarse el ratón, y sacó del bolsillo lo que me había parecido un telescopio pequeño, pero al oír las piezas que se movían dentro pensé que más bien debía ser un caleidoscopio. Apuntó el aparato al cielo y miró por él. No pareció convencerle mucho lo que vio, porque lo agitó un poco y volvió a mirar. Después de esto, se guardó otra vez el caleidoscopio. Acto seguido, se chupó un dedo y lo sostuvo al aire. Se secó el dedo en la túnica y sonrió satisfecho.
- ¿Se puede saber - le pregunté – a qué viene todo este ritual?
- ¡Acabo de rebajar la calificación de la deuda soberana uzbekistaní! Ha pasado de ABA++- a ABA +-+, que es peor que ABA++- pero mejor que ABA+--.
Mareado con tantas letras, sumas y restas, pensé que la deuda soberana uzbekistaní  debía esforzarse más en sus estudios, para no repetir curso, que las rebajas de calificación de deudas soberanas las carga el diablo. Pregunté:
- ¿Y se puede saber qué significa esa ensalada de letras?
- Pues significa que los uzbekistaníes van a tener muy difícil devolver lo que deben.
- ¿Y cómo lo sabe?
- ¡Muy sencillo! ¿Vio aquellos pájaros que volaban?
- Sí, los vi.
- Pues volaban hacia el sur. Es decir, hacia abajo. Al menos, en mis mapas, el sur está abajo. Eso indicaba una rebaja, ¿no cree?
- Si usted lo dice…
- Además, las entrañas del ratón muerto ya se están poniendo verduzcas. ¡Indudablemente es un mal augurio!
- Claro.
- Por lo demás, la constelación del triangulito verde está en la vecindad de la constelación del cuadradito azul. ¡No cabe duda de lo que significa eso!
- ¿Y eso es todo?
- ¡No! Además, y esta es la evidencia definitiva, cuando haga pública mi calificación, les subirá la prima de riesgo de tal manera que sólo tendrán dinero para pagar los intereses. ¿Cómo van a pagar la deuda?
Me quedé pensando en esta novedosa manera de augurar, cuando se acercó a nosotros un hombre corriendo. El adivino dijo “¡Ese hombre tiene una alta probabilidad de caerse!” y, cuando pasaba a su lado, le puso la zancadilla. Efectivamente, se cumplió el augurio, y yo me despedí y seguí mi camino.

Luego vi a un grupo de caballeros que parecían distinguidos, lo que me hizo preguntarme cuánto dinero debían al banco. Todos vestían ropas caras y lucían sonrisas tan deslumbrantes que tuve que hacerme sombra con la mano para poder ver bien. Estaban sentados alrededor de una mesa donde se preparaba un banquete con muchos manjares, raros y caros, servidos en vajilla de oro con incrustaciones de diamantes: angulas con minicorbatas de Armani hechas de pan de oro, caviar iraní pulido y encerado, lince ibérico asado, ternera sagrada de la India con salsa de trufa, niños recién nacidos y otras viandas similares. Les pregunté qué hacían allí reunidos y uno me respondió:
- Decidimos medidas de austeridad. Hay que reducir el déficit.
- ¡Todos tenemos que hacer sacrificios! – apoyó otro, que para dar ejemplo estaba sacrificando un besugo y una botella de vino tinto.
- Loable propósito, - dije yo, - ¿y han decidido ya alguna medida?
- Yo he propuesto, - dijo otro de los comensales – que se retire la atención sanitaria a la tercera edad. De esa manera, ahorramos en sanidad y en pensiones.
- ¡Dos pájaros de un tiro! Excelente idea, compañero – terció otro – Yo creo que también podemos ahorrar en educación. Total, ¿para qué quieren estudiar los pobres? ¡Si no van a poder trabajar!
- ¿Y si nos ahorramos las elecciones? – propuso otro – Cuestan un montón de dinero, y ya todo el mundo sabe que les va a dar igual votar a uno que a otro, no creo que lo echen de menos.
Esta propuesta recibió muchos aplausos, y aún hubo más:
- ¡Y podríamos cambiar las escuelas infantiles por fábricas de balones! Lo llamaríamos “el modelo chino de educación infantil”.
- También podemos suprimir instituciones innecesarias… Como el senado. O Albacete.
- ¡Y privatizar el Congreso de los Diputados! ¿Qué os parece?
- Cambiar todas las penas de cárcel por destierros, trabajos forzados y penas de muerte, que son mucho más baratos.
- Pues yo ya tenía preparada una Ley de Muerte Digna para los que se queden en paro…
- Si las devoluciones del IRPF las hiciéramos en dinero del Monopoly, seguro que ahorraríamos una fortuna.
- ¡Yo creo que habría que expulsar a todos los inmigrantes, para que no sigan chupando del bote! Pero, para ahorrar en serio, tenemos que considerar inmigrantes a todos los llegados a partir de la conquista romana.
- ¿Y si los mercados financieros, en lugar del Estado, financia a los partidos? Total, ya nos dicen lo que tenemos que hacer…
Mientras hablaban, unos camareros iban trayendo innumerables botellas de vino, licores, y más extravagancias gastronómicas. Después de oír tres o cuatro propuestas más de similar calibre, me fui de allí pensando que estos debían ser los más desgraciados del lugar. Si los demás parecían haber perdido todas sus posesiones materiales, estos de aquí el juicio.

Un poco más allá me encontré con otra pobre alma que era un puro esqueleto.
- Alma, - dije, sin saber si hablaba con un hombre o una mujer, - ¿cómo es que te encuentras en este estado, toda descarnada?
- ¡Pobre de mí! Todo cuanto no ves, no me pertenece – me dijo, y por la voz colegí que trataba con una mujer.
- ¿Y cómo es eso? – pregunté intrigado.
- Te contaré mi triste historia. Me dejó mi novio por falta de pecho, y no de firmeza o voluntad, sino propiamente de tetas. Despechada quedé, y la vida se me hizo cuesta arriba, es decir, repecho.  Le abrí mi pecho a una amiga que me habló de unos cirujanos que tenían la solución a mis problemas. Me sometí, pues, a cirujía, pero al no poder pagarla tuve que hipotecarme.  Viendo la mejoría, no pude sino maravillarme de los avances de la medicina, y quise más. Me arreglé los labios, me aplané el vientre, me puse aquí, me quité allá, y aunque parecía un puzle, cuando desaparecieron las cicatrices me convertí en un bonito collage. Quedé complacida con mi belleza de prestado pero, ¡ay de mí!, contraje demasiadas deudas. El banco, que ciertamente se toma muy a pecho eso de cobrar, cuando vio que no podía pagarle, me embargó todo lo que ya no me pertenecía. Y así quedé.
- Por lo que veo, entrañas tampoco tienes. ¿También eso pertenecía al banco?
- ¡Ay! No sé ya a quién pertenecen mis entrañas. El tasador del banco no estimó lo de fuera por lo que valía, y así, para pagar la deuda, tuve que vender lo de dentro.
- ¡Insensata! – contesté, - ¿Cuántos os habréis perdido por las apariencias?
En esto apareció un hombre sucio y desaliñado, que vestía puros harapos. Dirigiéndose a mí, y a quien quisiera oírle, dijo:
- ¡Todos estos se han perdido por las apariencias, por querer aparentar riqueza cuando no la tenían! ¡Ahora no tienen nada y les está bien empleado! ¡Por hipócritas!
Nada más decir esto, se oyeron  carcajadas a nuestro alrededor, y alguien más dijo:
- ¿Y hablas tú de aparentar? ¿Hablas de hipocresía?
- ¡Un momento! – tercié - ¿Es que acaso este hombre pretende aparentar lo que no es? ¿Pues no veis que sus ropas son harapos?
- Por eso mismo, - contestó el otro, - digo que él también se ha perdido por las apariencias. Que, teniendo riquezas (pero más deudas que riquezas), simula ser pobre por miedo al embargo. ¿Y no es tan necio como el resto, o más, el que siendo rico no puede disfrutar de sus riquezas?
Habiendo oído suficiente, me alejé de aquellos, a los que dejé discutiendo.

Un poco más adelante, había un lago que, igual que todo en este lugar, no parecía tener ningún fondo, y unos hombres tan apestosos que no se podía soportar. Me extrañó que, teniendo el agua tan cerca, todos estos desgraciados no parecían haberla tocado en su vida. Tapándome la nariz, pregunté a uno que pasaba:
- ¿Cómo es que, teniendo cerca el agua, no os laváis nunca?
- ¡No nos hables del agua, que le tenemos miedo! – contestó.
- ¿Es que acaso teméis ahogaros?
- No. Es que tenemos tanto pánico a los bancos, que aún tememos toparnos con uno de peces.

Me alejé de aquella peste acordándome, no sé por qué, de aquel romance que comenzaba “Amarrado al duro banco…”, y bajé por la ladera que había subido, pues, viendo los trabajos que pasaban las almas allá arriba, echaba de menos los fuegos, los diablos, y todos los tormentos del Infierno.