jueves, 19 de diciembre de 2013

Curiosités de Paris

(Foto de la torre Eiffel) 

En París, los edificios de viviendas están casi vacíos, pues solo se habitan las buhardillas, donde los parisinos (que son todos bohemios e intelectuales) escriben novelas vanguardistas. Pocas de esas novelas llegan a publicarse: la mayoría se las comen. ¿No sabías que los parisinos se alimentan de novelas vanguardistas?

Cuando los parisinos no están escribiendo novelas o comiéndoselas, suelen agruparse (normalmente de dos en dos) para realizar una de las siguientes actividades: follar, fornicar, hacer el amor, faire l'amour o criticar las novelas vanguardistas ajenas.

No es que los parisinos sean promiscuos. Es que tienen que hacer muchos niños para que nos los traigan las cigüeñas.

Las borracheras parisinas suelen ser poéticas, místicas o filosóficas. Sin embargo, llegados a cierto punto acaban vomitando como todo el mundo. Los vómitos no son ni poéticos ni místicos ni filosóficos, son tan asquerosos como cualquier vómito (como mucho puede quedar alguna frase bellamente construida pero mal masticada de la novela de la cena).

Sin duda ser un clochard tiene más glamour que ser un mendigo, lo que pasa es que a los clochards (como a los mendigos) el glamour se la suda mucho.

La mayoría de las tripulaciones de los bateaux-mouches que circulan por el Sena están compuestas por piratas retirados que han cambiado las patas de palo por modernas piernas ortopédicas que apenas se notan.

La Torre Eiffel, en realidad, es un "Transformer". El día que alguien encuentre el botón y lo pulse, se convertirá en un robot gigante que saltará por encima del Sena, recorrerá las calles sembrando el caos y la destrucción, llegará a la Place Charles de Gaulle, y se cargará el Arco de Triunfo de una patada. Por algún motivo, siempre le ha tenido manía.

Hubo un parisino que no sabía escribir novelas vanguardistas y tenía que conformarse con escribir novelas convencionales. Naturalmente, al comérselas le sentaban fatal a su delicado estómago parisino. Murió atragantado por un cliché.

viernes, 13 de diciembre de 2013

Castilla, ¿nación imposible?

Hoy dejo a un lado los relatos para hablaros de un tema que tenía pendiente. Desde hace ya bastante tiempo, no me siento identificado con la nación española, por razones que no vienen al caso. Ahora bien, si no soy español, mi única opción es ser castellano, pues es la única identidad nacional que me queda. Lo cual me lleva a preguntarme, ¿es Castilla realmente una nación? Desde luego, lo ha sido, y como tal tiene su historia. Una historia que sin embargo no nos ha dejado con unos límites definidos de lo que hoy podría ser Castilla, por dos motivos. En primer lugar, es una nación que se consolidaba al mismo tiempo que se expandía, durante la Reconquista. En segundo lugar, tras dicha consolidación Castilla se integró en una unidad superior, España, en la que se diluyó al aportar a ésta su propia cultura como base para la cultura española, y su propio idioma (el castellano) como idioma común de España (es por eso que también se le llama "idioma español"). Naturalmente, no es un caso único: todas las naciones que actualmente forman el estado español pueden tener distintas interpretaciones territoriales (por ejemplo, Països Catalans o Catalunya por un lado, Valencia por otro y Baleares por otro; Euskal Herria o Euskadi como entidad distinta a Navarra, etc.). Sin embargo, Castilla es, en mi opinión, un caso extremo, como me propongo demostrar en el resto de la entrada, que será más que nada una recopilación de mapas.

La idea territorial de Castilla que hoy en día defiende mayoritariamente el castellanismo político se basa en el Pacto Federal Castellano de 1869 e incluye todas las provincias que actualmente forman Castilla y León (León, Zamora, Salamanca, Palencia, Valladolid, Ávila, Burgos, Soria y Segovia) más las provincias de Castilla-La Mancha (Toledo, Cuenca, Guadalajara, Albacete y Ciudad Real) más las autonomías uniprovinciales de Madrid, La Rioja y Cantabria. Es por ello que se llama a veces la Castilla de las 17 provincias, que veremos en el siguiente mapa pintadas de "morado comunero":


Aún se podría añadir a este mapa la comarca (actualmente perteneciente a la Comunidad Valenciana) de Utiel-Requena. Es una comarca predominantemente castellano-parlante, y que ha pertenecido a Castilla durante buena parte de su historia. La añadimos, pues, al mapa:
Para el resto de los mapas dejaremos fuera a Utiel-Requena, así no tendré que duplicar cada uno de ellos para que incluyan en un caso y excluyan en el otro la comarca disputada.

Uno de los mayores desafíos a la Castilla del Pacto Federal es el leonesismo, que defiende que los territorios que pertenecieron al Reino de León y que actualmente están integrados en la Comunidad Autónoma de Castilla y León son algo distinto a Castilla, el País Leonés (País Llionés en lengua leonesa). Aunque no se corresponde exactamente con las fronteras históricas del Reino de León, los leonesistas habitualmente consideran que el País Leonés está formado por las tres provincias más occidentales de Castilla y León: León, Zamora y Salamanca. Algunos castellanistas, por cierto, están de acuerdo. Esto nos deja con una Castilla de 14 provincias, que dibujo a continuación:
Aunque no es tan habitual, es posible considerar también que la actual provincia de León es distinta a las provincias castellanas, pero que Zamora y Salamanca, pese a haber pertenecido al Reino de León, están más castellanizadas. He aquí, pues, la Castilla de 16 provincias:
Hay que decir también que el rechazo a pertenecer a Castilla no es unánime en ninguna de las provincias. Quizá sea más común en León que en las otras dos, pero, curiosamente, esta provincia ha dado personajes tan importantes al castellanismo como el poeta Luis López Álvarez, autor del "Los Comuneros".

Pero no son los leonesistas los únicos que rechazan formar parte de Castilla. Muchos manchegos no se sienten castellanos, creen que La Mancha no es una comarca de Castilla sino algo ajeno a ésta. La Mancha ocupa parte de la actual Comunidad Autónoma de Castilla-La Mancha (tiene territorio en todas sus provincias menos Guadalajara). Vamos a tener que jugar un poco a la combinatoria, pues la cuestión manchega y la leonesa son independientes. Así pues, a continuación os dejo tres mapas: las 17 provincias menos La Mancha, las 14 menos La Mancha y las 16 menos La Mancha:


¿Eso es todo? ¡No, señor! En las comunidades uniprovinciales de Cantabria y La Rioja hay quien no se siente para nada castellano (EDITADO: me aclaran a través de Twitter y desde Cantabria que allí no se siente castellano ni Dios; debo dar por bueno este testimonio, dado que no conozco bien la realidad cántabra; también quiero aclarar que la frase "hay quien..." quizá no era la más adecuada, pues yo no pretendía dar a entender que sea una situación minoritaria). Para no multiplicar demasiado las combinaciones, pondré tan sólo un par de mapas excluyendo estas Comunidades Autónomas.

12 provincias (es decir, las 14 del Pacto Federal menos las provincias leonesas, y excluyendo también Cantabria y La Rioja):

 Y las 12 menos La Mancha:
Como se comprenderá, la cuestión cántabra es independiente de la riojana, así como ambas son independientes de la cuestión leonesa y de la disputa de Utiel-Requena: esto nos daría unos cuantos mapas más que no voy a incluir.

¿Hemos agotado ya las distintas visiones territoriales de Castilla? No, aún nos queda hablar del carreterismo de los segovianos Luis Carretero y su hijo Anselmo Carretero. Según sus tesis, León y Castilla son entes separados, y tampoco incluyen a La Mancha en su idea de Castilla. La diferencia con el mapa que he puesto antes de "las 14 provincias menos La Mancha" es que se basan en los límites históricos entre el Reino de Castilla y el Reino de León, que no coinciden con los actuales límites provinciales. Así pues, aparte de León, Zamora y Salamanca, pertenecerían a León partes de las provincias de Palencia y Valladolid. Como el carreterismo no se basa en las provincias actuales, el mapa que pongo a continuación no lo he elaborado (como los anteriores) a partir de un mapa de las provincias de España, sino que lo bajado de la Wikipedia:
Hasta ahora, podría considerarse que una idea "maximalista" de Castilla sería la de las 17 provincias (con Utiel-Requena incorporada). ¿Hay quien defiende una Castilla más amplia? Pues bien, son pocos quienes defienden la siguiente opción, pero sí existe lo que podría ser llamado "pancastellanismo", que incluiría todos los territorios que han pertenecido a la Corona de Castilla y que actualmente pertenecen al estado español. Esta es la Castilla en la que creen tales pancastellanistas:
Por último, quien anteponga los criterios culturales a los históricos o administrativos, considerará que Castilla está formada por los territorios con cultura castellana. Como decía anteriormente, la cultura castellana en buen medida se ha diluido (o confundido) con la cultura española, por lo que es muy complicado decidir qué territorios son culturalmente castellanos. Desde luego, no podemos guiarnos por la lengua que se habla mayoritariamente, como quizá pueda hacerse en otros casos, pues de hacerlo así incluiríamos territorios que indudablemente no son castellanos. Por ello, me limitaré a poner un mapa que refleja una "Castilla cultural" según los criterios de quien lo ha elaborado (me lo he bajado de aquí) pero insisto en que puede haber muchas variantes:
Como se puede observar, este mapa reconoce que hay una cultura leonesa separada de la castellana (y más relacionada con la asturiana) pero reduce su ámbito territorial respecto a las tesis del leonesismo o las tesis historicistas de los Carretero. En cuanto a Cantabria, también se ve reducida, a la vez que se incluyen territorios extremeños, murcianos, etc.

Pues bien, dicho todo esto. Castilla, ¿nación imposible? No, yo diría más bien: Castilla, nación complicada. Yo sé que soy castellano, como lo saben muchos, sobre todo en los territorios "indudablemente" castellanos (los que aparecen en todos los mapas). En cuanto a fijar unos límites, creo que se debería hacer atendiendo al criterio de los habitantes de cada territorio, para construir Castilla de abajo arriba. Teniendo en cuenta la variedad de criterios (históricos, étnicos, lingüísticos, culturales...) que pueden definir una nación, quizá el criterio subjetivo que propongo, paradójicamente, sea el único que tenga la posibilidad de realizarse objetivamente: preguntando a la gente y aceptando lo que decida la mayoría en cada localidad. En cualquier caso, objetivo o no, me parece la mejor forma de construir una nación sin forzar a nadie y sin crear enemigos internos.

Y luego ya si eso nos ponemos poner de acuerdo en nuestra bandera nacional.


Anda que no nos gusta enredar a los castellanos.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

¡No hay justicia!

Me interesaba saber dónde se podía encontrar a la Justicia en esta gran nación, así que cogí el primer tren hacia la capital y nada más llegar a la estación terminal y apearme del vagón, pregunté a uno que pasaba por el andén dónde se encontraba el Ministerio de Justicia. Me dio unas instrucciones no muy precisas: – Pues no sé. Esta es la capital, ¿no? Debe haber ministerios para un montón de cosas. ¡Ha llegado usted al lugar adecuado! Ahora bien, el de Justicia... creo que tiene que salir hacia la calle... no, ese es el de Agricultura. El de Cultura se lo diría de mil amores porque tengo un pariente que trabaja ahí y sé perfectamente cómo ir... ahora bien, el de... ¿cuál dijo? Recordé al atento caballero que se trataba del de Justicia. – Pues debe haberlo. Para la Justicia, debe haberlo. Si lo hay para la Cultura, o para el Deporte, que creo que lo hay, ¡no lo va a haber para la Justicia! Déjeme que piense... ¡Ya sé! Siga a un juez. Antes o después le llevará al Ministerio de Justicia. – Pues no lo sé. Creo que normalmente andan por los juzgados. – Puede ser. En fin, buena suerte. – Gracias. Y con eso, salí de le estación siguiendo una señal de taxis; me subí al vehículo que esperaba en la parada y le dije al taxista: – Caballero, si es usted tan amable, lléveme al Ministerio de Justicia. – Naturalmente, - respondió, y decirlo y arrancar fue todo uno. Condujo el vehículo con gran profesionalidad y eficiencia hasta que, con cara de circunstancias, se quedó mirando un gran edificio en cuya entrada un gran cartel decía: Ministerio de Economía. Se rascó la cabeza un buen rato. – Yo juraría... - dijo al fin. Pagué la carrera y me bajé del taxi. Fui hacia la entrada del Ministerio de Economía. Pensé que ahí dentro la gente estaría mejor informada. Al ver mi intención de entrar, un guardia me dijo que no podía entrar ahí. – Sólo quería una información... – ¡Aquí no se informa! - fue la respuesta del uniformado. - Vaya al Ministerio de Información. Este es el de Economía. – Tan sólo quería saber cómo llegar al Ministerio de Justicia, - aclaré. – ¡Hombre, muy bonito! - respondió el guardia. - Pretende que le informe, sin ser yo funcionario del Ministerio de Información, y para colmo quiere que le informe ¡sobre el Ministerio de Justicia! Pues vaya usted al Ministerio de Información. O directamente al de Justicia. Pero no me haga perder el tiempo a mí, que bastante tengo con vigilar que estos señores de dentro – y al decir esto señaló el Ministerio, que por cierto no parecía muy animado – puedan hacer su trabajo. – ¿Hay alguien ahí dentro? - pregunté. – ¡Naturalmente que hay alguien! ¡Y ya le he dicho que no me haga perder el tiempo! ¡Adios! Desmoralizado, me alejé del ministerio y vagué por la ciudad. En un momento dado empecé a fijarme en los nombres de las calles, por si acaso me encontraba casualmente con la Calle de la Justicia. Las vías más parecidas que encontré fueron: la Calle de la Novicia, la Avenida de la Sevicia, el Paseo de Patricia, el Barrio de la Inmundicia y hasta una calle ficticia. Creí que me acercaba a mi destino cuando leí un cartel medio tapado por un árbol que decía “Calle de la Equi...”. Pensé “¡Ajá! Sin duda la equidad es algo muy cercano a la justicia, debo estar cerca”. Por fin pude leer el resto del cartel: “...tación”. La equitación, si bien es una actividad sana y noble, nada tenía que ver con mi propósito. Me iba desanimando más y más: la justicia no aparecía por ningún lado. Vi mendigos sentados entre cartones, pidiendo... pero ninguno pedía justicia, sólo dinero. Y tampoco pedían el dinero “por justicia”, sino tan solo “por caridad”. Me encontré con una pareja de policías y les pregunté por la justicia. - ¿La justicia? – respondió uno de ellos. – No la he visto. Y llevamos aquí un buen rato, vigilando. - Eso es, llevamos un buen rato, - dijo el otro, - pero no buscábamos eso que usted dice. Quizá haya pasado por aquí y no nos hayamos dado cuenta. - No lo creo, - respondió el primero, - Pero mire, ahí vienen otros compañeros, que quizá la hayan visto. Efectivamente, otra pareja de policías se acercaba, así que les pregunté a ellos. - ¡Pero hombre! – dijo uno - ¿Cómo quiere que hayamos visto a la justicia? ¿No dicen que es invisible? - No, no… - le corrigió su compañero, - la Justicia es ciega… pero a ella sí se la ve. - Vaya… bueno, en cualquier caso no la he visto. - Yo tampoco. Hice un último intento: - Pero ustedes, como policías. ¿No es acaso su labor hacer que reine la justicia en nuestra sociedad? Los policías se miraron unos a otros. Estuvieron así un minuto, sin animarse a contestar. - Yo soy el más viejo, así que apenas me acuerdo de la academia… - contestó al fin uno de ellos, y luego añadió, dirigiéndose al más joven: - tú debes acordarte, ¿no? - Pues… - respondió el aludido – A ver, deja que recuerde: “Como agente de policía, tu labor consistirá en mantener el orden”… eso es, ¡el orden! - ¿Y nada más? – pregunté, decepcionado. El policía joven se rascó la cabeza y dijo: - “Como agente de policía, tu labor consistirá en mantener el orden y…” y… no sé qué de las leyes. - ¿Pero no son acaso las leyes una forma de codificar la justicia? – insistí. - Sean lo que sean, - respondió el policía viejo, - a nosotros nos las dan hechas. E hizo con la mano un gesto elocuente que me indicó que ya les había hecho perder demasiado tiempo y debía seguir mi camino. Eso fue exactamente lo que hice. No sé cuánto tiempo estuve caminando sin rumbo. Me fui alejando de las calles más céntricas, pensando que si la justicia era tan difícil de encontrar seguramente estuviera desterrada a algún barrio de las afueras. Entonces, de repente la vi. Iba caminando por una calle residencial, vestida con una toga. Llevaba una balanza en una mano y una espada en la otra. En la cara llevaba una venda, un poco apartada de los ojos para no tropezar por el camino. ¡Era ella, sin duda! El detalle de la venda mal colocada, pensé, se le podía perdonar porque hasta la justicia a veces tiene que tener cuidado con dónde pisa. Emocionado, la seguí un rato hasta que llegó a una casa en la que se oía música. Llamó a la puerta y esperé a una distancia prudente, pues quería averiguar qué le traía a este lugar a tan importante dama. Al poco rato, se abrió la puerta y salió de la casa un pirata con pata de palo, parche en un ojo, mano de gancho y sombrero negro de pirata con las tibias y la calavera pintadas en blanco. Esto me confundió, pues no sabía qué podía querer la Justicia con un pirata. No sabía qué hacer. Por un lado, estaba tan cerca de aquello que había venido a buscar que no me decía a irme de allí; por otro lado, los piratas me dan mucho miedo. No mejoraron las cosas mientras me decidía a hacer algo, pues al poco rato llegó un fantasma vestido con su sábana, un misterioso vampiro que venía escondiéndose entre las sombras, Atila, el rey de Hunos, que (por suerte para el dueño de la casa, que tenía un jardincito delante) no venía con su caballo, un hombre lobo y el monstruo de Frankenstein. Llegó por fin un juez, lo cual me infundió valor, pues pensé que por fin la Justicia tendría con quien aliarse. “Éste es el momento”, me dije a mí mismo mientras me acercaba a la puerta. Llamé al timbre y enseguida se abrió la puerta y vi al pirata. Se quedó mirándome, extrañado. – ¿Quién te ha invitado? - preguntó. Tuve que hacer de tripas corazón, pues a pesar de la presencia de la Justicia y el juez, estar cara a cara con un pirata no dejaba de ser una experiencia aterradora. Respondí con voz temblorosa: – No he sido invitado. Sólo quería ver a la Justicia... si no es molestia, señor pirata. Aunque no pensé haber dicho nada gracioso, el pirata se echó a reír a carcajadas, y luego gritó hacia el interior de la casa: – ¡Alicia! Le respondió una voz que parecía un tanto ebria: – ¿Qué quieres? – Mira, que hay aquí alguien que quería hablar con la Justicia. – ¿Y a mí que me cuentas? De nuevo se rió el pirata. Cuando hacía eso, no parecía un pirata, pues no era una risa cruel como la de los lobos de mar, sino que parecía auténticamente divertido. La conversación continuó así: – ¡Tu disfraz, mujer! Vas de Justicia. – ¡Qué va! Voy de Diana, la diosa romana de la caza. – ¿Para qué quiere una balanza la diosa de la caza? – Pues... para pesar las liebres... o las perdices... – ¿Y la venda? – ¡Y yo qué sé! ¡Anda, ven, que vamos a bailar! En ese momento, el anfitrión de la fiesta de disfraces (pues a estas alturas ya había deducido que de eso se trataba) me cerró la puerta en las narices. Me alejé de allí cabizbajo, al fin convencido. Miré mi reloj y pensé que aún me daría tiempo de coger el último tren para volver a casa. “En caso de que no hayan cambiado los horarios, la estación siga en el mismo lugar, mi casa siga siendo mi casa... porque ¿en qué se puede confiar?”. Sin embargo, la estación seguía en el mismo lugar, los horarios eran los de siempre, y cuando llegué a mi casa, seguía siendo mía. Mi esposa me esperaba, aún despierta a pesar de la hora. Saludé con poco entusiasmo, y ella se quedó mirándome, esperando a que dijera algo. – Tenías razón – dije a regañadientes. - No la hay. – Ya te lo decía yo.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Una de piratas

Cuentan que el extraño llegó una noche mezclado entre los marineros de un barco mercante. Bajó del barco y se perdió en el pueblo. Pocos se fijaron en él en ese momento. Los días siguientes recorrió la pequeña población costera llevando bajo el brazo su inseparable carpeta. Se dice, aunque no es seguro que alguien lo haya visto realmente, que dicha carpeta contenía un mapa trazado a mano en un papel ya amarillo por el paso de los años, con una equis dibujada en un lugar cuya distancia a la referencia geográfica más cercana estaba expresada en pasos. Habló con los ancianos que se iba encontrando. Con cualquier excusa, les preguntaba por lugares que ya casi nadie recordaba, o que desde hacía años eran conocidos por otros nombres. La roca de la calavera... por el camino compró una pala en la ferretería... la cueva de los condenados, el árbol del ahorcado. Hablaba con una voz suave y susurrante.

Cuando tuvo la información que buscaba, salió del pueblo, con su carpeta y su pala, por el camino que se adentra en las colinas. Caminó hacia el sur unos dos kilómetros. Siguió por otro camino que giraba a la derecha ante una roca concreta cuya forma recordaba la de un cráneo. Después vio una cueva y escuchó cómo el viento que entraba en la misma hacía un sonido parecido a un lamento humano: en ese lugar tomó otro camino, que siguió hasta encontrarse con un árbol cuyas ramas retorcidas y siniestras le daban un aspecto lúgubre. Ahí es donde empezó a contar sus pasos. Luego se puso a cavar y a la media hora encontró un cofre cuya cerradura forzó de un palazo. Dentro del cofre había un montón de papeles escritos con letra menuda.

Eso lo cuentan quienes pueden contarlo, aquellos que se encontraron con el personaje o son hábiles haciendo conjeturas e inventando detalles. Lo que todos pudimos oír perfectamente fue el grito. El forastero debía estar a una buena distancia del pueblo, al menos tres kilómetros. Pese a ello y a la voz suave y susurrante, nos llegó claro su lamento: "¡Mierda, preferentes!", seguido de una contundente blasfemia.


Desde entonces, no sale de la taberna y sólo cuenta historias extrañas de piratas sin pata de palo ni parche en el ojo, con voz de sirena y lenguaje de marciano, temibles lobos de oficina que no se detienen ante nada: ni ante los ahorros de toda la vida de la anciana ignorante, ni ante la inocencia del joven que no sabe aún de la vida y cree en cuentos de piratas con parche en el ojo o de altas rentabilidades aseguradas, ni ante el sufrimiento de los humildes, ni siquiera ante la buena fe del honrado lobo de mar que antaño surcó los siete mares en su temido velero.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

La asesina pluriempleada

Entré en la iglesia pero me equivoqué de puerta. Me di cuenta cuando vi al cura volverse hacia mí con cara de espanto. Salí corriendo, avergonzado. Temía que al contemplar la parte de atrás de la liturgia, pudiera cometer el más horrible de los sacrilegios. Mientras corría, me obsesionaba la idea: podría haber visto a Dios en calzoncillos, podría haber visto a Dios yendo al baño.
Corrí y corrí, pero no me alejé mucho de la iglesia. Quizá porque iba descalzo, circunstancia que me hizo notar mi tío, que no sé por qué estaba allí:
-Javier, estás descalzo.
 Era verdad. Lo estaba, y esto era un problema. Miré mi traje negro e impecable y mis pies incongruentemente desnudos. Eran una cosa lamentable, esos pies. Tan solos, en aquellos extremos de mi ser, y tan desprotegidos. Podían echarse a correr sin que yo me desplazara lo más mínimo (como en efecto había sucedido) porque eran unos pies pobres e inservibles.
-Te presto unas zapatillas.
 Me puse las zapatillas que me alcanzaba mi tío, y vi que tampoco quedaban muy bien con el traje. Eran amarillas con franjas y dibujos rosas. Ya podía, eso sí, andar con normalidad. Así que fui a la puerta delantera de la iglesia. De pronto no me acordaba por qué era tan importante entrar en aquel templo. Traté de recordar si creía en Dios. No estaba seguro, pero creía, o quería creer, que no creía en Dios. Entré, de todas formas, a la iglesia. Por si acaso. Por si acaso, o porque sí (porque mi mano empujó la puerta, porque mis pies caminaron en esa dirección). Más bien creo que fue lo segundo.

Era una iglesia muy rara. Se entraba directamente a una especie de pasillo de hospital, aunque el recinto seguía siendo una iglesia porque todo era extrañamente solemne, porque se oía la misa por algún lado, porque casi podía verse pulular el microbio de la santidad. Recorrí un laberinto de pasillos, tratando de encontrar el centro. En lugar de eso, encontré a una señora con bata que fregaba el suelo de un corredor diáfano y al mismo tiempo misterioso (así lo sentí en aquel momento; ahora recuerdo que lo sentí así, pero me pregunto qué había en aquel pasillo que correspondiera con los adjetivos diáfano y misterioso). La señora pasaba su fregona mecánicamente, con lentitud, como pensando en otra cosa. Leí su nombre, que no recuerdo, en una chapa metálica que llevaba en el uniforme. Era un nombre extraño, una locura de consonantes y apenas un par de vocales solitarias. De pronto, la mujer impronunciable me miró (no sé si el verbo es realmente adecuado, dirigió hacia mí su rostro y fue más una orden que una mirada), y luego se volvió hacia una silla que había allí: supe que tenía que sentarme. Me dijo:
-Has pisado el suelo que acabo de fregar con esas zapatillas ridículas.
 Su acento no era extranjero ni de aquí, o podía ser ambas cosas, pero era en cualquier caso extraño e ilocalizable, con algo de animal y algo de máquina. Pensé que, estando en una iglesia (donde lo sobrenatural es cotidiano), quizá el acento correspondiera, más que a una región del mundo, a una región de la teología. Lamenté desconocer la teología. Quizá hubiera podido determinar de qué región podía proceder aquella criatura. Me di cuenta de que sus ojos incoloros estaban demasiado abiertos y demasiado fijos, y sospeché que la mujer era ciega, y que acaso podía verlo todo. No dije nada. No podía negar que las zapatillas eran ridículas.
 Supe instintivamente que aquella mujer se proponía aniquilarme. Supe también que pisar lo fregado y llevar unas zapatillas espantosas no eran razones suficientes, que esa aniquilación era el castigo (acaso merecido) por una cantidad de culpas que desconocía, pero que quizá llegaría a conocer antes de morir. Al mismo tiempo, me di cuenta de que la mujer simplemente era una psicópata, y ambas explicaciones (teológica y patológica) eran compatibles.
 La mujer había dicho “Bárbara”, y había aparecido una segunda señora, también con su bata y su fregona. Era muy grande y su rostro de piedra no expresaba nada: ni emociones ni inteligencia. Intuí que estaba ahí sólo para asustar. No decía una palabra. La otra había empezado a hablar un idioma desconocido, o eso me pareció a mí.
 Alcanzaba a reconocer algunas frases, y supe que estaba hablando de mi vida. Me contaba cosas que había hecho, cosas que me habían sucedido, creo que también cosas que me iban a suceder. Después comprendí que estaba enumerando mis culpas, y que eran infracciones nuevas para mí, que nada tenían que ver con las que yo conocía. Lo que había tomado por un idioma extraño eran los nombres de esas culpas desconocidas.
 Al principio, sólo escuché tratando de entender algo. Luego me animé a hacer tímidas preguntas a las que mi jueza no hizo ningún caso: ¿hablamos de culpas graves o leves? ¿Culpas adquiridas, heredadas, o meros pecados originales? Luego, me sorprendí de que mi vida hubiera dado para tantas infracciones. El discurso ya duraba demasiado. ¿Cuánto tiempo? Imposible decirlo. Acaso horas… acaso días. O sólo unos minutos, pero me aburría y creo que llegué a bostezar. Hasta que recordé que mi situación no era solamente extraña, sino además horrible. Como una cobra a su presa, el ser maligno al que me enfrentaba intentaba hipnotizarme de puro aburrimiento. Casi me hacía desear la sentencia, el final… Decidí, sin embargo, vivir. Por decidir algo.
 De todas formas, no me interesaba mucho conocer mis pecados. Huí. Empujé a la giganta, que se derrumbó con sorprendente facilidad, y eché a correr.
 Luego, estaba fuera, en la ciudad, en alguna calle difusa y estaba muy cansado. Temí que me desplomaría de la fatiga, y que la venganza me alcanzaría. Entré en un portal que vi abierto para desplomarme allí.

Efectivamente, caí al suelo. Estaba en un pasillo recién fregado. Noté la humedad en la cara y levanté la vista. Ahí estaba ella. También vi a Bárbara. No me habían visto. Huí. No sé cómo pude correr, pero corrí, siempre con el temor de volver a encontrarme a mi enemiga. Creo que estuve en la estación, o en un edificio parecido (o cercano) a la estación, y allí la divisé entre una muchedumbre de gente. Luego la vi en el centro comercial, en la escuela, en una zapatería donde no tuve tiempo de aprovechar y cambiar de calzado (y quizá atenuar así mi culpa), en mi bloque de viviendas, en la oficina (donde estaba diciendo algo al oído de mi jefa), en el estadio… Recuerdo un torbellino de imágenes llenas de gente, y, como en uno de esos libros donde hay que buscar en cada página a un tipo con jersey a rayas, entre la gente siempre la misma odiada presencia, y recuerdo una sensación de agobio creciente, de círculo que se va cerrando a mi alrededor, de aire que me va faltando, y recuerdo las percepciones cada vez más fugaces y difusas, el vértigo…
 No sé si había anochecido poco a poco o de golpe. Era de noche, pero la noche no era un consuelo. ¿Cómo esconderme entre las sombras de una mujer ciega? Sólo tenía un lugar al que ir. Mi refugio, mi salvación. Llegué a una calle habitual, subí unas escaleras habituales, llamé a una puerta habitual, y ahí estaba ella. No la enemiga, sino Ella. Mi refugio. Mi salvación. Mi sonrisa preferida, los ojos en los que me gusta verme reflejado, la voz que me hace existir cuando pronuncia mi nombre, mi dulce amor. La abracé. Hundí mi cara en su blusa (curiosamente, ahora lo recuerdo, llevaba una camiseta, pero no advertí en ese momento aquella siniestra incongruencia… no me avisó de la presencia del mal) y no quise ver nada más, sólo sentir el calor de ese cuerpo querido, sentirme seguro en ese ámbito cerrado, pero inevitablemente (recuerdo que fue inevitable, pero no recuerdo por qué) levanté la vista y empecé a temblar. Estaban de espaldas pero estoy seguro de que eran ellas. Estaban limpiando el polvo en el salón. Lloré, me sentí liviano, pero no como un pajarito que puede echarse a volar, sino como un pedazo de papel al que arrastra el viento, me sentí desintegrado, irreal, no me desmayé, me agarré al mundo apenas y lloré. Imposible huir. No podían echarme de ese lugar porque entonces el círculo se cerraría del todo y ya no sería un círculo, sino un punto, y eso es lo mismo que decir que no quedaría nada… No, de allí no podría huir…
 Lo pensé mejor: imposible huir solo.
-Cariño… huyamos… Esa mujer es una psicópata… Vámonos, te lo ruego…
 Pero ella no entendía. ¿Quién era una psicópata? ¿Dónde había que irse? ¿Por qué me había puesto esas zapatillas tan feas?...

Entonces, llegó el desenlace lógico de esta historia sin desenlace:
Pi-pi-pi-pi. Menos mal que estas cosas sólo ocurren en los sueños.
-Cariño.
-Mmmm…
-He tenido una pesadilla…
-¿Es muy larga?
-Había una mujer… una asistenta que quería aniquilarme… en realidad eran dos… bueno, primero yo iba a entrar en una iglesia, pero iba descalzo…
-Tranquilo, cielo, sólo ha sido un sueño. Luego me lo cuentas, ¿vale? He quedado con unas señoras que me van a ayudar con la casa.
Sudor frío.
-¿Sabes cómo se llaman?
-No… no recuerdo. Una tenía un nombre muy raro y la otra no hablaba.
Menos mal que esas cosas sólo pasan en los sueños… Sólo pasan en los sueños. Sólo pasan en los sueños.

miércoles, 30 de octubre de 2013

La Verdadera Historia de la Fundación de Madrid (según Miguel Mihura)

No acostumbro a poner textos ajenos en este blog, pero éste del humorista y dramaturgo Miguel Mihura (http://es.wikipedia.org/wiki/Miguel_Mihura) me ha parecido genial y simpatiquísimo. Por ello lo comparto. Ya os podéis ir olvidando de todas las patrañas que nos han contado, he aquí la verdadera historia de Madrid:

Cuando yo estaba a punto de nacer, Madrid no estaba inventado todavía, y hubo que inventarlo precipitadamente para que naciese yo y para que naciese otro señor bajito, cuyo nombre no recuerdo en este momento, y que también quería ser madrileño.

La ocurrencia de inventarlo fue de un pastor llamado Cecilio, que una tarde, cuando paseaba por el campo llevando en brazos a sus ovejas y meciéndolas maternalmente, como entonces hacían los pastores, vio un gran terreno, todo lleno de hoyos, de agujeros, de escombros y de montoncitos de arena.

“Aquí se podría hacer Madrid, para que naciese el señor Mihura y ese otro señor bajito, que nunca me acuerdo cómo se llama, y que también quiere nacer en Madrid“, pensó Cecilio.

Y llamó a gritos a otro grupo de pastores, amigos suyos, a los cuales les comunicó su idea, que a todos les pareció maravillosa.

- Efectivamente – dijeron -, Madrid no está inventado todavía y sería un buen negocio inventarlo, porque a la gentes lo que le gusta es vivir en Madrid y dejarse de estar en provincias, paseando como una tonta por la la calle Nueva o por el Malecón, y venga a bostezar.

- ¿Pero no costará demasiado caro? – expuso una oveja inocente, blanca, llena de ricitos, y con su femenino sentido del ahorro.

-Nada de eso – afirmó Cecilio – Lo difícil de Madrid es hacerle los agujeros, los hoyos, las cuestas y los montoncitos de arena. Pero como este terreno ya los tiene, lo demás no será complicado.

Y después de discutir sobre otros extremos, aquellos pastores fundaron la “Sociedad Anónima de Pastores Reunidos para la Construcción de Madrid y sus Alrededores“.

Formando caravanas y cantando “Por ser la Virgen de la Paloma, etc“, miles de mujeres de los pueblos cercanos llegaron apresuradamente al terreno elegido y se dedicaron a quitar las hormigas de la parte de terreno que estaba destinada a ser la Puerta del Sol y a meterlas en unas grandes cajas para distribuirlas luego en el trozo de terreno que estaba destinado a a ser la Ciudad Lineal.

Otras mujeres, encerradas en grandes naves que se habían construido exprofeso, trabajaban día y noche, distribuyendo y ordenando montoncitos de arena, de diferentes tamaños y formas, para después, una vez clasificados, irlos repartiendo por barrios diferentes.

- Este montoncito de arena para Quevedo. Este, para Goya. Este, para Antón Martín  -iba ordenando el capataz encargado de repartir los montoncitos de arena.

Mientras tanto, otro grupo de obreros empezó a construir el Teatro Real, sin demasiadas prisas, ya que entonces no se habían inventado todavía los tenores.

Y Madrid ya estaba casi terminado cuando alguien advirtió:

- Lo que no hay apenas son niños pequeños. A la gente de Madrid le gusta mucho que haya niños por la calle, jugando a la pelota y rompiendo los cristales de las farolas. La gente de Madrid es muy sensible, tiene muy buen corazón, y el espectáculo de los niños rompiendo los cristales de las farolas les conmueve mucho.

Y entonces, la “Sociedad Anónima de Pastores Reunidos para la Construcción de Madrid y sus Alrededores” contrató niños de todas las clases y los trajo a Madrid en expediciones numerosas, donde empezaron a dar patadas y a romperlo todo, como debe ser.

Y una vez que Madrid estuvo terminado, tocaron una campanilla, y nací yo y el otro señor bajito, que no recuerdo cómo se llama.


EDITADO: Si alguien averigua algo acerca del señor bajito que nació en Madrid al mismo tiempo que Miguel Mihura, por favor que lo comparta, pues es un personaje importantísimo en la historia de Madrid. De momento yo estoy procediendo por eliminación. Ya he descartado que sea Sara Montiel, por los siguientes motivos:
1 - No nació en Madrid sino en Campo de Criptana.
2 - No nació al mismo tiempo que Miguel Mihura sino en 1928.
3 - Difícilmente se podría considerar a Sara Montiel "un señor bajito".

viernes, 25 de octubre de 2013

Quién nos manda las lluvias

En este día lluvioso, me acuerdo de un irlandés que me contaba hace tiempo que, de pequeño, cantaba la siguiente canción infantil junto con sus rubios y pelirrojos (supongo) amigos:



Rain, rain, go to Spain,
come again another day.
Rain, rain, go to Spain,
little Johnny wants to play.
Rain, rain, go to Spain,
never show your face again.

(Lluvia, lluvia, vete a España,
vuelve de nuevo otro día.
Lluvia, lluvia, vete a España,
el pequeño Johnny quiere jugar.
Lluvia, lluvia, vete a España,
nunca vuelvas a mostrar tu rostro)

No llegué a preguntarle si era consciente de que en realidad nos hacían un favor mandándonos la lluvia, pues aquello de lo que ellos (es normal) pueden llegar a estar hartos, a nosotros no nos sobra. Supongo que mayormente querrían librarse de algo que consideraban molesto, y considerarían que España está lo bastante lejos... pero no descarto que hubieran oído hablar por aquellas latitudes de la "pertinaz sequía". Por lo tanto, gracias, amigos irlandeses, por este agua que fertiliza nuestros campos y calma nuestra sed.

(Por cierto, amigos, quizá la canción sería más eficaz si no confundierais a la lluvia: o dices que vuelva otro día, o que no vuelva a mostrar su rostro, porque según está es un poco contradictorio).

lunes, 16 de septiembre de 2013

Niño Cualquiera

Érase una vez un niño cualquiera.

                    ¡Eh!

¿Qué quieres, niño?

                    No soy un niño cualquiera.

¿Ah no? ¿Y quién eres?

                    Soy Niño Cualquiera, el protagonista de tu cuento.

¿En qué quedamos? ¿Eres o no eres un niño cualquiera? En fin, ¿quién eres? Tendrás un nombre...

                    Niño Cualquiera. Niño de nombre y Cualquiera de apellido. Como en el título.

¡Ah! Es verdad, se me había olvidado. Érase una vez Niño Cualquiera, un niño con un gran afán de protagonismo. Él siempre decía que lo único que quería era ser reconocido por sus actos, pero en realidad le gustaba mucho llamar la atención. ¿Quién puede saber los motivos de tal conducta? Quizá, cuando era bebé y lloraba pidiendo el pecho a su madre, ésta le ignoró, pues justo en ese momento ofrecía (tan generosa como mezquina con su propio vástago) el objeto de deseo a un señor que, ya fuera butanero, electricista, amante bandido o legítimo esposo y padre de la criatura, hacía varias décadas que comía sólido y por lo tanto no estaba tan necesitado de la nutritiva leche materna como el pobre lactante abandonado a su suerte. O quizá por la misma época su padre, al ver que su retoño había ensuciado los pañales, dijo “voy a cambiar al niño” y efectivamente bajó al parque y le cambió por otro niño que allí jugaba, dejándole traumatizado para toda la vida a pesar del cariño con que lo acogió su familia involuntariamente adoptiva. Todo esto no son más que suposiciones: el caso es que el crío estaba necesitado de la atención de sus semejantes.

Al principio, lo intentó con las hazañas. Entonces, don Telesforo (pongamos por caso), mientras paseaba a su caniche una soleada tarde de domingo, se encontraba por la calle a doña Meningitis (nombre ficticio) y le decía:

                    Dichosos los ojos, doña Meningitis, es un placer. ¿Ha oído las noticias? ¡Niño Cualquiera ha salvado a la patria de la invasión extranjera!

Y doña Meningitis (nombre ficticio), que en realidad no prestaba mucha atención a las palabras de don Telesforo (pongamos por caso) porque estaba pensando “este hombre es un viejo verde, ¡con qué descaro baja su vista (con el único fin de mirarme los pechos, lo cual no deja de ser comprensible pues aún están bastante bien) al inclinarse para saludarme mientras se quita el sombrero de copa!” o simplemente porque está un poco sorda, respondía:

                    ¿Quién lo iba a decir, don Telesforo?

Y después doña Meningitis (nombre ficticio) iba a la frutería y decía a la dependienta:

                    ¡Hola Conchita! Hay que ver cómo está el mundo. Un niño cualquiera ha salvado a la patria de la invasión extranjera.
                    ¡Caramba! Un niño cualquiera. ¡Y el Ministro de Defensa a por uvas! Golfeando por ahí, seguro. Si es que no sé dónde vamos a parar.
                    Chica, qué quieres que te diga, yo ya no entiendo nada de nada. ¡Ay Señor, dame fuerzas! En fin, ¿qué tal salen estos melocotones?
                    ¡Uy, buenísimos, te lo aseguro!
                    Pues ponme tomates...

Y así. Aunque, reconozcámoslo de una vez, no fueron igual de acertadas todas sus tentativas (por ejemplo, habiendo ya salvado a la nación de la invasión extranjera, salvar a la Cristiandad de las hordas infieles o a la Tierra de la amenaza extraterrestre fueron proezas un tanto repetitivas), hay que decir que el muchacho se esforzaba, sin obtener nunca el resultado deseado.

Más tarde, Niño Cualquiera, ante su falta de éxito, probó con las trastadas.

                    ¡Niño Cualquiera ha tirado al Presidente del Gobierno por uno de los retretes de los baños de chicos! – decía, indignada, la profesora al jefe de estudios, - El bedel se ha pasado dos horas arreglando el atasco y ya sabes lo mal que me llevo con la fotocopiadora. Así no hay quien trabaje y como no hagamos algo, me voy a tener que dar de baja.
                    Déjemelo a mí, que yo sé lo que hay que hacer en estos casos – respondía el interpelado y acto seguido se dirigía con paso seguro y decidido hacia el despacho de la directora en el que entraba sin llamar, diciendo a voz en grito:
                    ¡Un niño cualquiera ha tirado al Presidente del Gobierno por uno de los retretes de los baños de chicos!
A lo que respondía la máxima responsable de la respetada institución educativa:
                    Angelito.
Y claro, nunca llegaba el castigo. Cuando la cosa era algo más grave, por ejemplo si había dicho un taco, la directora trataba de indagar un poco más:
                    Un niño cualquiera, dices... Pero ¿cómo es ese niño cualquiera?
                    Espere un momento, - decía entonces el esforzado jefe de estudios, que luego buscaba a la indignada profesora para preguntar:
                    ¿Cómo es ese niño cualquiera tan lenguaraz?
Y la profesora se quedaba en blanco.

Porque Niño Cualquiera no es ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, no es guapo, pero tampoco llamativamente feo, y su pelo no es moreno ni rubio. Tampoco es castaño, y no, aunque a veces, según le dé la luz, puede parecer pelirrojo, en realidad... ¡Qué diablos! ¿De qué color es tu pelo, Niño Cualquiera?
                    No me acuerdo. Y no tengo un espejo a mano.

No tardó mucho el protagonista de este cuento en darse cuenta de que su problema principal era el nombre, que daba lugar a equívocos. Por ello, cada vez que hacía algo reseñable, decía a quien pudiera oírle:
                    ¡Que se sepa! ¡Esto lo ha hecho Niño Cualquiera!
Pero quien pudiera oírle siempre empezaba su relato de la siguiente manera: “¿Sabéis lo que ha hecho un niño cualquiera? Pues...”
Entonces, Niño Cualquiera, decidió ser más concreto:
                    ¡Esto lo ha hecho Niño Cualquiera! Niño de nombre, Cualquiera de apellido.
Su testigo, en esos casos, contaba a sus amistades:
                    El otro día me encontré con Niño Cualquiera y entonces...
Pero las amistades, ignorantes de que Niño Cualquiera era en ese contexto un nombre propio, siempre añadían el artículo indeterminado, por lo que en las siguientes ocasiones, nuestro protagonista trataba de dejar las cosas aún más claras:
                    ¡Esto es obra de Niño Cualquiera, un niño concreto cuyo nombre de pila es “Niño” y cuyo apellido es “Cualquiera”, y agradecería que quien propagase la noticia hiciera hincapié en el hecho de que no se trata de “un niño cualquiera”, sino de alguien en particular!
Pero nadie se quedaba el tiempo suficiente para escuchar tan larga perorata, así que, mientras el pobre pronunciaba las palabras “niño concreto”, aquel a quien las dirigía ya se había ido a seguir con su vida, y quizá ya contaba a su cuñada lo que había presenciado hacer a “un niño cualquiera”.

Después de los hechos heroicos y las travesuras llamativas, Niño Cualquiera intentó llamar la atención con sus extravagancias (por ejemplo se hizo tropecista en un circo; no trapecista, que habría sido de lo más normal, sino artista de los tropiezos), sus anacronismos (se enroló en un barco pirata y surcó la mar ondeando la bandera de las tibias y la calavera), creando una secta (pero sus adeptos, claro, se confundían y acababan adorando a niños cualesquiera), sus escandalosos amoríos con personajes de la jet set y por último (ya a la desesperada, por si suena la flauta y de perdidos al río) trató de hacerse un buen nombre con honestidad y trabajo. Nada le sirvió. Pasaron los años, a pesar de las muchas penas y las muchas glorias, sin pena ni gloria.

Niño Cualquiera fue creciendo ni muy deprisa ni muy despacio. Cuando sus miembros se hubieron estirado hasta alcanzar un tamaño perfectamente anodino, maduró sin prisa pero sin pausa, y finalmente le tocó, como a todo hijo de vecino, envejecer a un ritmo prudente.

La ironía de esta historia es que al final, después de tanto intentarlo, logró lo que pretendía sin tener que hacer nada. Según crecía, maduraba y envejecía, fue llamando la atención de la gente más y más, pues aquellas personas a las que se informaba de que aquel era un niño cualquiera respondían con sorpresa “¡pues vaya niño más grande!” cuando tenía veinte años, con pena “¡pobrecito!” a los treinta, con escándalo “¡si parece un cincuentón!” por aquella década, y ya francamente indignadas “¡la culpa es de los padres!” al tornarse septuagenario. Así, logró por fin ser conocido, meterse incluso en la imaginación de un escritor cualquiera y acabar en este cuento. No es poco, ¿verdad, niño, digo Niño?

                    Que te den.

jueves, 12 de septiembre de 2013

¿Cuatro descerebrados?

Ayer, como cuentan los periódicos, un grupo de fascistas intolerantes atacaron la librería Blanquerna (sede de la Generalitat de Catalunya en Madrid), donde se celebraba la Diada, lanzando gases lacrimógenos, causando diversos destrozos, agrediendo físicamente a los asistentes al acto y dejando tras de si cinco heridos, entre ellos una niña pequeña. Hoy, como seguramente también relatarán los diarios, cabe esperar la retahíla de condenas contra el acto bárbaro emitidas por las autoridades y líderes políticos con más o menos sinceridad según los casos. Hablarán de fascismo las izquierdas, de intolerantes que tiene que haber hasta en las mejores familias las derechas, se harán las oportunas detenciones con la diligencia (no nos engañemos) que exija la relevancia política del caso y seguramente (por lo menos desde Madrid) se tratará de proyectar la imagen de que el ataque es exclusiva responsabilidad de unos pocos violentos que nada tienen que ver con la sociedad en  la que conviven con una mayoría de buenos ciudadanos, pacíficos y tolerantes. Con ello se dará carpetazo al asunto y a otra cosa...

El problema es que no es cierto. El ataque, es cierto, es obra de una minoría violenta e intolerante repudiada (por violenta) por una sociedad mayoritariamente pacífica (pero no tolerante). Hemos llegado a un punto en el que a nadie puede extrañarle que pase lo que ayer pasó en la celebración de la Diada en Madrid. Tenemos una derecha (política y mediática) ultranacionalista que cada día utiliza el trapo rojigualda, ya sea con motivo de tensiones a causa del peñón de Gibraltar, de las decisiones del COI, o más a menudo de la iniciativa independentista de turno en Cataluña o el País Vasco, para excitar el ardor patrio y el victimismo de la población. Tenemos también una izquierda en muchos casos cómplice de estos discursos, o al menos tolerante con los mismos. Y tales ideas van calando en la población. Es fácil observar esto en infinidad de conversaciones casuales. No soy psicólogo y por ello no comprendo los mecanismos, pero millones de españolitos, efectivamente agredidos por poderes que no cuestionan, se sienten agredidos por la amenaza externa de nuevas conjuras judeomasónicas que ya nada tienen que ver con judíos ni con masones, sino más bien con los extranjeros "que tanto nos envidian" y con esos pérfidos y desleales separatistas que, ¡gran pecado!, no quieren ser españoles.

Y no es sólo eso. El problema es más hondo, pues tiene que ver con la idea de España que algunos tienen. Yo ya no me identifico con ninguna España, pero considero que las nacionalidades son conceptos lo bastante vagos como para aceptar que haya quien se identifique con el trapo rojigualda, quien con la senyera estelada o no, quien con la ikurriña, la bandera verde y blanca de Andalucía, el pendón rojo o morado de Castilla, etc. Sin embargo, la España en la que algunos creen, una España uniforme en costumbres, cultura y lengua, no es real, y sólo puede existir (aparentemente) a través de la violencia generadora de miedo, odio y sumisión, ya sea la perpetrada por los energúmenos que ayer irrumpieron en la librería Blanquernes, o la más reglada y ordenada (y por ello mucho más perversa) de las instituciones, la del Ejército que (de momento) está tranquilo pero vigilante por si tiene que sacar los tanques a la calle, la de los lóbregos calabozos donde a nadie importa que te den una hostia (o dos, o que te torturen, o que acabes inexplicablemente muerto) porque perteneces a un nebuloso concepto llamado entorno, la de las pelotas de goma y las porras... Ante esta España que de tal manera debe imponerse, pues por las buenas jamás va a existir, no es extraño que muchos quieran independizarse. No sólo catalanes o vascos. ¡Yo mismo siento repulsión y asco, yo mismo quiero ser independiente de esa España! Pero los primeros que deberían independizarse de ese país tenebroso son aquellos que aún sientan como propia la bandera de España... y tengan un poco de decencia.

sábado, 31 de agosto de 2013

"Cuanto más conozco a la humanidad..."

"...más quiero a mi perro". He aquí una de esas frases* que se repiten a menudo y con las que no estoy de acuerdo. Me pasa lo mismo con otras: "políticamente incorrecto", "puede gustar o no, pero a nadie deja indiferente", etc. En general, no es la frase en sí lo que me molesta, sino el contexto, a qué se refiere o la intención con la que se usa.

En cuanto a la frase con la que comienzo, no tengo nada en contra de que alguien que tiene un perro quiera mucho a su perro, que valore ciertas cualidades de su perro, o incluso que prefiera a su perro a las personas. Cada cual tiene sus preferencias y no soy nadie para rebatirlas. Lo que me parece más problemático es que quien dice la frase suele referirse a ciertas cualidades de su perro (o de los perros domésticos en general) que echa en falta en los seres humanos, y que en mi opinión no son tan positivas como pueden parecer a primera vista. Concretamente, suelen ensalzar la fidelidad, el cariño incondicional, la abnegación...

En definitiva: parece que hay quien reprocha a los seres humanos su falta de sumisión. En definitiva, si hablamos de la fidelidad de un perro hacia su amo, ni siquiera estamos refiriéndonos a una cualidad de la especie, sino de algo que es propio de los animales domesticados. Pues bien, yo celebro que la humanidad no haya sido aún domesticada.

Al fin y al cabo, el ser humano sí es capaz de fidelidad, de abnegación, etc., pero son cosas difíciles de encontrar y de mantener. Así es como debe ser. Y el cariño, ¡ay! no suele ser incondicional. Porque, al fin y al cabo, el ser humano es egoísta, cualidad irrenunciable para nuestra libertad y nuestra dignidad. Sé que hay quien deplora el egoísmo como el peor defecto del ser humano. Quien así piensa suele usar, consciente o inconscientemente, la siguiente definición del genial Ambrose Bierce:

Egoísta: dícese de aquel que piensa más en sí mismo que en mí.

En definitiva: quiere a tu perro, ¡pero deja a las personas ser personas!



* Generalmente se atribuye a Pascal, aunque ignoro si es apócrifa.

miércoles, 19 de junio de 2013

Pollos

El agente Fernández entró en el despacho y dijo:
  • Buenos días, inspector.
Se dejó caer en la silla frente al escritorio del Inspector Corral. Éste iba a decirle que se sentara, naturalmente, pero Fernández no esperó, como era su costumbre. Se limitó a frotarse la zona lumbar como para excusar su prisa.
  • ¿Algo nuevo acerca de los asesinatos? - preguntó el inspector.
  • Bueno... poca cosa – contestó Fernández. - Sigo pensando que es un solo autor, pero el método es tan básico que no da muchas pistas. Heridas de arma blanca que pueden corresponder a un cuchillo de cocina, el tipo ha tenido cuidado de no dejar huellas y no dejarse ver... en fin, poca cosa. En cuanto a las víctimas...
  • ¿Alguna relación entre ellas? - interrumpió el inspector.
  • No... - dijo Fernández – Bueno... sí. Poca cosa. Casi nada, de hecho. Sólo hemos podido relacionarles en algo mínimo, que bien puede ser una casualidad. Poco antes de los hechos, cada uno de ellos había cenado en el Chicken Emporium, un lugar...
  • ¿El sitio ese donde sirven un pollo frito auténticamente pésimo? - volvió a interrumpir el inspector. - ¿Uno que está en …? - e indicó una dirección.
Fernández asintió y continuó:
  • Es un lugar al que va mucha gente, así que no es una gran pista... y a mí, por cierto, sí me gusta.
  • Yo fui una vez... se empeñó mi mujer - dijo el inspector. - En realidad, no me gusta el pollo. Creo que es un símbolo de la decadencia de la civilización occidental. Uno puede comer un filete de vaca y sentirse orgulloso de pertenecer a una especie que está en lo más alto de la cadena alimenticia. Pero comerse un indefenso pollo...
  • Ya, - dijo Fernández, - sin embargo, tampoco el filete se defiende mucho cuando compra la bandeja en el supermercado, y al comerlo, como mucho, puede estar un poco duro, pero si la carne es buena y se cocina correctamente...
  • No me entiende, Fernández... - respondió el inspector – Yo he matado muchos pollos, ¿sabe? Figuradamente unos cuantos, pero sobre todo literalmente. De niño vivía cerca de una granja, y mi madre los compraba vivos. No siempre me tocaba a mí, claro... Lo que pasa es que mi padre se hartó pronto de la tarea, mi madre no quiso saber nada y mi hermano era un inútil, así que casi siempre era yo quien les retorcía el pescuezo... En fin. ¿Vamos al emporio ese?
Fernández asintió. No creía que sacaran nada en claro, pero no faltaba mucho para la hora de comer.

Cuando llegaron los dos policías al restaurante, les saludó un simpático pollo del tamaño de un ser humano y color amarillo brillante:
  • ¡Bienvenidos al Chicken Emporium!
El Inspector Corral le lanzó una mirada despectiva y preguntó:
  • ¿A quién se la ha ocurrido la idea de que ser recibidos por un pollo parlante va a incitar a los clientes a comer pollo?
El pollo parlante se encogió de alas y se hizo a un lado.

Los dos policías interrogaron a los empleados uno por uno en el despacho del propietario. No parecían saber nada ni conocer a las víctimas. Algunos recordaban haber visto a alguna de ellas en el restaurante, otros o no lo recordaban, o no les habían visto. Nada hacía sospechar que estuvieran mintiendo. Le llegó el turno al pollo parlante, que entró en el despacho con la cabeza de pollo bajo el brazo. Al ver esto, el Inspector Corral de pronto sintió unas nauseas insoportables. Manteniendo la compostura lo mejor que pudo, dijo al agente Fernández:
  • Ya sabes como va esto. ¿Te haces cargo? Voy a tomar el aire.
  • Cómo no – respondió Fernández, aunque no le apetecía ocuparse él solo del interrogario.

El Inspector Corral fumaba un poco apartado del restaurante y ya casi había logrado olvidarse de la visión del pollo parlante descabezado, cuando vio salir a Fernández, que curiosamente sonreía satisfecho y llevaba al hombre que había sido ese pollo (y seguía siéndolo en parte, sólo que ya no llevaba la cabeza) esposado. Sin la cabeza daba un poco menos de impresión, aunque el inspector no dejó de tener una pequeña arcada. Se acercó mientras Fernández metía al detenido en coche.
  • Pero bueno, Fernández, - dijo. - ¿Qué ha pasado?
  • Es nuestro hombre, inspector – respondió con orgullo – Lo ha confesado todo. Al parecer, las víctimas, cuando estuvieron en el restaurante, se burlaron de su grotesco disfraz, y esto le sentó tan mal que, más tarde, averiguó el domicilio de cada una de ellas, las encontró, las espió durante unos días para decidir el momento más oportuno, y las mató. Siempre igual y por el mismo motivo. Sólo un autor, como sospechaba. Caso cerrado.
El inspector miró al detenido a través de la ventanilla. Le habría gustado que Fernández le hubiera dejado cambiarse, y no precisamente porque fuera a dejar el asiento del coche lleno de plumas amarillo chillón. Sintió mucha lástima por el tipo. No comprendía del todo que hubiera llegado al asesinato, esa era una comprensión que casi siempre se le resistía, pero pensaba que realmente aquel trabajo de ser el pollo parlante era una porquería de trabajo. “Pobre pollo amarillo chillón, pobre mascota ridícula de un restaurante cutre”. Ya no sentía nauseas ni arcadas... sólo un gran cansancio. “¡De un restaurante de pollo!”, añadió para sus adentros.
  • ¿Puedes llevarlo a la comisaria? - dijo por fin en voz alta. - Creo... creo que no me siento muy bien. Necesito dar un paseo.
  • Está bien, jefe, - respondió Fernández.

Aquella tarde el inspector no volvió por la oficina. Se le vio bebiendo en algunos bares de la zona, cosa que no solía hacer, y nadie sabe a qué hora volvió a casa. Se rumorea, aunque nadie ha podido probarlo, que pudo tener que ver con el incidente ocurrido esa misma noche en una granja de pollos cercana, donde alguien saltó la verja, forzó la cerradura del corral, y dejó sueltos (según los cálculos del propietario de la explotación) a unos cuatro mil pollos, la mayor parte de los cuales fueron hallados en las inmediaciones de la granja al día siguiente.

lunes, 6 de mayo de 2013

Joder con los partidarios del centralismo

http://politica.elpais.com/politica/2013/05/03/actualidad/1367606811_475357.html

Titular: Los partidarios del centralismo se disparan en las comunidades del interior

Joder, pues menos mal que son las comunidades del interior y no el Salvaje Oeste... ¡mira que liarse a tiros!

En fin, Gran Jefe Indio (no partidario del centralismo, por cierto) de la pradera castellana llamada por rostro pálido "comunidades del interior" decir a Gran Redactor Jefe, Gran Corrector o a quien corresponda que no haber tantos tiros en dicha pradera y que mejor titular ser "Número de partidarios del centralismo dispararse en comunidades del interior". Jau.

martes, 30 de abril de 2013

Happy End

Yo siempre había querido un gatito y cuando me dieron un huevo de gatito lo cuidé y lo di calor y lo quise. Cuando salió del huevo un perrito y no un gatito, me eché a llorar. Luego caí en la cuenta. ¿Desde cuándo los mamíferos nacían de huevos? Pero ya no había nada que hacer. Ya todos nacíamos de huevos, y las vacas se suicidaban en las autopistas poniendo sus patinetes a 140 km/h, y las rosas se marchitaban a horas fijas, nadie respetaba a las manzanas y los mayores ya no olían, y ya era absolutamente imposible encontrar anacardos (aunque eso a nadie le importaba mucho, no sé por qué me he acordado de los anacardos), y bueno, ya nada se podía hacer.

Fui a ver a Carmen y le enseñé mi perrito que debía ser un gatito, y me dijo que así era la vida y que poco se podía hacer. Me ofreció anacardos para consolarme. Y yo me pregunté desde cuando Carmen me consolaba con anacardos en lugar de ofrecerme una copa y luego el dulce calor de su cama, pero ya no había nada que hacer. Carmen ya no ofrecía su cuerpo goloso a los caballeros cuitados, yo sólo podía esperar anacardos de la vida, los dioses se habían rebajado hasta el punto de presentarse a las elecciones, y ya no había autoridad en las calles, y los recuerdos se volvían amarillos y se llenaban de polillas, y el anticiclón de las Azores estaba roto, y no había nada, absolutamente nada que hacer al respecto. Salí de casa de Carmen con el perrito bajo el brazo, y me alejé hacia el horizonte.

Una cuadra antes de llegar al horizonte, me paró un guardia y me dijo que ese perro no podía llevarlo por la calle sin correa. Yo me pregunté desde cuándo había autoridad en las calles, y me eché a llorar. Entonces el guardia se compadeció, y para consolarme empezó a desabrochar los botones de la chaqueta del uniforme, y luego empezó a desabrochar los botones de la camisa del uniforme, y luego emergieron a la radiante luz del sol un par de magníficos pechos, redonditos y juguetones. Me sequé las lágrimas y le dije gracias señor guardia. Y él me preguntó si quería ir a su casa y yo dije que sí. Y me preguntó si quería una copa y el dulce calor de su cama, y yo dije ¿Carmen? Y ella contestó, sí, ya todo volverá a ser como siempre, y hasta el perrito maulló un poco para complacerme.

lunes, 25 de febrero de 2013

Discurso ante una tumba

Si las prisas, caminante
que por este pueblo pasas,
no te llevan, como suelen,
a carrera o en volandas,
frena tus pasos por dar
ocasión a tu mirada
a posarse un solo instante
en lo que éste te señala:
¡Mira pues, con atención
que no será defraudada,
algo que a primera vista
ni maravilla ni espanta!
Pon tu vista, da tus ojos
y tu atención a esta lápida
que de no advertirte yo
ni advirtieras ni miraras.
Por su hechura parecida
se camufla entre otras tantas,
su materia es una piedra
ni muy buena ni muy mala
y las letras que algún día
algún grabador grabara,
las que aquí puedes leer,
dicen poco y mucho callan.
“Don Alonso”, pues, comienzan,
cierto que no es cosa rara
que comiencen por el nombre
letras en mármol grabadas.
Si “Quijano” dicen luego,
está claro que se trata
del apellido, según
la fórmula acostumbrada.
A esto siguen unas fechas
(un poquito ya gastadas)
un lacónico Requiescat
In Pace y después ya nada.
Lo que el mármol se ha callado,
si bien el nombre declara,
es que por otro llamaron
al que en paz, dice, descansa.
Calla la piedra otras cosas
pero habrá que perdonarla
pues la piedra, ya se sabe,
de natural es callada
(que si fuera cantarina
como es en el río el agua
acaso nos contaría
muchas cosas en cascada).
¡Tantas cosas sin decir
(por pereza o ignorarlas)
se dejó aquel grabador
que si yo te las contara
a la mitad del relato
nos crecería la barba
y sin haber terminado
ya se habría vuelto blanca,
por no decir que tendría
(a la fuerza y no por ganas)
que dejar métrica y rima
a su suerte abandonadas!
¡Cuántas gratas desventuras,
cuántas amargas hazañas,
cuántas locas sensateces,
cuántas sensatas insanias!
No nos cuenta que estos huesos
sostuvieron mil batallas
ni que ganaron las más,
si la cuenta no me falla,
ni que antaño en ese cuerpo
del que queda la constancia
(poco más, según sospecho
aunque no abriré la caja)
en ese cuerpo que digo,
cuando en él vivía un alma
tanta grandeza cabía
como poca carne estaba.
Y si calló lo que fue,
no es extraño que no hablara
de lo que un día faltó
y desde entonces nos falta.
¡Cuántos malos sin castigo
y pobres sin esperanza,
injusticias sin remedio
y viudas desamparadas!
Desde que falta aquel brazo
poderoso que amparaba
a los débiles y buenos
por las buenas o las malas,
el pez grande come al chico
(si se admite la metáfora)
y con fuerzas desiguales
cada cual se las apaña:
el soberbio crece tanto
que supera las montañas
y el humilde, resignado,
lleva la cabeza gacha,
el honesto es un bufón
es alabado el canalla,
el honor está perdido
y la vergüenza ignorada,
la Justicia de su venda
los ojos desembaraza
para ver con qué dineros
le calibran la balanza
(aunque luego se la pone
por no ver cómo se escapa
el culpable sin castigo
y sin rubor en la cara),
la Razón es temerosa
y razones no le faltan,
que por fuerza ha de asustarse
de la Fuerza que la ataca,
la Verdad guarda silencio
y la Mentira no calla,
la Virtud está escondida
y la Maldad desatada.
¡Cómo duele comparar
esta edad con la pasada
en que un hombre aún podía
echarse el mundo a la espalda,
ser valiente, caminar
cuanto el orbe se dilata
y hacer valer su bondad
con su lanza y con su espada!
Perdone si me despierta
el recuerdo la añoranza
y me derramo en discursos
como los ojos en lágrimas
pero al pasar por aquí
y ver mi suerte enterrada
el dolor del corazón
se me sube a la garganta.
¡Mira de nuevo esas letras
tan pobres y tan escasas
leyendo no lo que muestran
sino también lo que tapan!
No nos dicen esas pocas
desangeladas palabras
ni la suerte que tuvimos
ni lo presto que se acaba,
ni que la fecha postrera
que en la piedra está trazada
falleció de pronto todo
cuanto grande hubo en España.
Pues te aseguro y es cierto
que esta tumba en sí acapara
los restos del caballero
Don Quijote de la Mancha.
Y si alguno le pregunta,
o lo duda o le reclama
dígale que lo contó
quien lo sabe, y eso basta
(y si no basta le dice,
por dejar las cosas claras,
que esta historia se la cuenta
el bueno de Sancho Panza).

viernes, 22 de febrero de 2013

Ratas

-          Malditas ratas inmundas...

Sí, somos ratas, inmundas, si usted quiere, pero victoriosas. Crueles y cobardes, quizá, pero eso no significa nada; al menos, no para nosotras. Al fin y al cabo, somos ratas.
Puede describir con espanto nuestra rutina, pero ese espanto tampoco significa nada para nosotras. El espanto es un paso previo a la muerte, y nosotras somos inmortales. Usted morirá, pero nosotras no. Por supuesto, somos animales y los individuos mueren, pero a quién importan los individuos. Nosotras, ratas indiferenciadas, no morimos. Somos un rumor, una presencia que inquieta la oscuridad, y no morimos. Al revés, nos vamos haciendo más fuertes, siempre más fuertes. La manada crece.
Somos una especie protegida. Nos protegen nuestros afilados dientes y nuestro gran número, que aumentamos constantemente copulando con eficiencia, sin los espasmos y desvaríos de otras especies.
Somos ratas sanguinarias, sí. Llega el día y volvemos a nuestras cloacas con los hocicos manchados de sangre. La oscuridad (que incluye los infinitos laberintos de las cloacas y la infinita noche) es nuestro territorio, y si alguien se extravía en él, o viene a plantarnos cara, no se encontrará con una de nosotras sino con todas nosotras. De pronto se verá rodeado por un círculo de ratas, y antes de que pueda reaccionar otro círculo rodeará al primero, y otro a éste, y así hasta donde llega la vista. Siempre somos más de las necesarias. No escatimamos en números cuando tenemos delante una futura víctima. Es lo único en lo que somos pródigas: nos gusta esa sensación de seguridad que nos permite exacerbar nuestros instintos feroces.

Los hay que llegan y plantan cara a la manada creyéndose más valientes (uno solo contra todas esas ratas) pero en realidad no son valientes. Los hay que llegan creyéndose mejor que nosotras y gritan "Sucias, asquerosas ratas". Pero no son mejores. No, no son ninguna de esas cosas. Son comida. Comida para ratas, eso son. Son regalos que nos envían esas ratas que viven más allá de las azoteas, esas que cada día matan al sol y por la noche vuelven a sus cloacas, en lo más profundo del cielo, con los hocicos manchados de crepúsculo.

lunes, 21 de enero de 2013

Estaba yo pensando...

...si Bárcenas llevaba los sobres a la sede de Génova 13... pero luego allí nadie recibía sobres...

¡Tate!

¡Me voy p'allá, que andarán por ahí tirados!