miércoles, 19 de junio de 2013

Pollos

El agente Fernández entró en el despacho y dijo:
  • Buenos días, inspector.
Se dejó caer en la silla frente al escritorio del Inspector Corral. Éste iba a decirle que se sentara, naturalmente, pero Fernández no esperó, como era su costumbre. Se limitó a frotarse la zona lumbar como para excusar su prisa.
  • ¿Algo nuevo acerca de los asesinatos? - preguntó el inspector.
  • Bueno... poca cosa – contestó Fernández. - Sigo pensando que es un solo autor, pero el método es tan básico que no da muchas pistas. Heridas de arma blanca que pueden corresponder a un cuchillo de cocina, el tipo ha tenido cuidado de no dejar huellas y no dejarse ver... en fin, poca cosa. En cuanto a las víctimas...
  • ¿Alguna relación entre ellas? - interrumpió el inspector.
  • No... - dijo Fernández – Bueno... sí. Poca cosa. Casi nada, de hecho. Sólo hemos podido relacionarles en algo mínimo, que bien puede ser una casualidad. Poco antes de los hechos, cada uno de ellos había cenado en el Chicken Emporium, un lugar...
  • ¿El sitio ese donde sirven un pollo frito auténticamente pésimo? - volvió a interrumpir el inspector. - ¿Uno que está en …? - e indicó una dirección.
Fernández asintió y continuó:
  • Es un lugar al que va mucha gente, así que no es una gran pista... y a mí, por cierto, sí me gusta.
  • Yo fui una vez... se empeñó mi mujer - dijo el inspector. - En realidad, no me gusta el pollo. Creo que es un símbolo de la decadencia de la civilización occidental. Uno puede comer un filete de vaca y sentirse orgulloso de pertenecer a una especie que está en lo más alto de la cadena alimenticia. Pero comerse un indefenso pollo...
  • Ya, - dijo Fernández, - sin embargo, tampoco el filete se defiende mucho cuando compra la bandeja en el supermercado, y al comerlo, como mucho, puede estar un poco duro, pero si la carne es buena y se cocina correctamente...
  • No me entiende, Fernández... - respondió el inspector – Yo he matado muchos pollos, ¿sabe? Figuradamente unos cuantos, pero sobre todo literalmente. De niño vivía cerca de una granja, y mi madre los compraba vivos. No siempre me tocaba a mí, claro... Lo que pasa es que mi padre se hartó pronto de la tarea, mi madre no quiso saber nada y mi hermano era un inútil, así que casi siempre era yo quien les retorcía el pescuezo... En fin. ¿Vamos al emporio ese?
Fernández asintió. No creía que sacaran nada en claro, pero no faltaba mucho para la hora de comer.

Cuando llegaron los dos policías al restaurante, les saludó un simpático pollo del tamaño de un ser humano y color amarillo brillante:
  • ¡Bienvenidos al Chicken Emporium!
El Inspector Corral le lanzó una mirada despectiva y preguntó:
  • ¿A quién se la ha ocurrido la idea de que ser recibidos por un pollo parlante va a incitar a los clientes a comer pollo?
El pollo parlante se encogió de alas y se hizo a un lado.

Los dos policías interrogaron a los empleados uno por uno en el despacho del propietario. No parecían saber nada ni conocer a las víctimas. Algunos recordaban haber visto a alguna de ellas en el restaurante, otros o no lo recordaban, o no les habían visto. Nada hacía sospechar que estuvieran mintiendo. Le llegó el turno al pollo parlante, que entró en el despacho con la cabeza de pollo bajo el brazo. Al ver esto, el Inspector Corral de pronto sintió unas nauseas insoportables. Manteniendo la compostura lo mejor que pudo, dijo al agente Fernández:
  • Ya sabes como va esto. ¿Te haces cargo? Voy a tomar el aire.
  • Cómo no – respondió Fernández, aunque no le apetecía ocuparse él solo del interrogario.

El Inspector Corral fumaba un poco apartado del restaurante y ya casi había logrado olvidarse de la visión del pollo parlante descabezado, cuando vio salir a Fernández, que curiosamente sonreía satisfecho y llevaba al hombre que había sido ese pollo (y seguía siéndolo en parte, sólo que ya no llevaba la cabeza) esposado. Sin la cabeza daba un poco menos de impresión, aunque el inspector no dejó de tener una pequeña arcada. Se acercó mientras Fernández metía al detenido en coche.
  • Pero bueno, Fernández, - dijo. - ¿Qué ha pasado?
  • Es nuestro hombre, inspector – respondió con orgullo – Lo ha confesado todo. Al parecer, las víctimas, cuando estuvieron en el restaurante, se burlaron de su grotesco disfraz, y esto le sentó tan mal que, más tarde, averiguó el domicilio de cada una de ellas, las encontró, las espió durante unos días para decidir el momento más oportuno, y las mató. Siempre igual y por el mismo motivo. Sólo un autor, como sospechaba. Caso cerrado.
El inspector miró al detenido a través de la ventanilla. Le habría gustado que Fernández le hubiera dejado cambiarse, y no precisamente porque fuera a dejar el asiento del coche lleno de plumas amarillo chillón. Sintió mucha lástima por el tipo. No comprendía del todo que hubiera llegado al asesinato, esa era una comprensión que casi siempre se le resistía, pero pensaba que realmente aquel trabajo de ser el pollo parlante era una porquería de trabajo. “Pobre pollo amarillo chillón, pobre mascota ridícula de un restaurante cutre”. Ya no sentía nauseas ni arcadas... sólo un gran cansancio. “¡De un restaurante de pollo!”, añadió para sus adentros.
  • ¿Puedes llevarlo a la comisaria? - dijo por fin en voz alta. - Creo... creo que no me siento muy bien. Necesito dar un paseo.
  • Está bien, jefe, - respondió Fernández.

Aquella tarde el inspector no volvió por la oficina. Se le vio bebiendo en algunos bares de la zona, cosa que no solía hacer, y nadie sabe a qué hora volvió a casa. Se rumorea, aunque nadie ha podido probarlo, que pudo tener que ver con el incidente ocurrido esa misma noche en una granja de pollos cercana, donde alguien saltó la verja, forzó la cerradura del corral, y dejó sueltos (según los cálculos del propietario de la explotación) a unos cuatro mil pollos, la mayor parte de los cuales fueron hallados en las inmediaciones de la granja al día siguiente.