martes, 28 de enero de 2014

La confusión

Era una mañana como cualquier otra. Desayunaba, como suelo hacer, sentado delante del televisor antes de ir al trabajo, viendo noticias. Ya me había duchado, tenía mi café, me sentía bien, descansado y un poco somnoliento. No tenía ganas de ir a trabajar pero tenía ya la ropa puesta para ir a trabajar (el traje de Armani, la camisa no sé si era la de Armani o la de los chinos, son muy parecidas) y todo estaba en su sitio. Entonces, de repente, esa mañana que no era diferente en nada a otra cualquiera, oí mi nombre en las noticias. Habían quebrado mis empresas. Me quedé de piedra unos buenos cinco minutos, sin poder hacer nada. Después me di cuenta de que me había tirado el café en la camisa. Fui al vestidor a cambiarme y cogí la camisa de Armani o la de los chinos (en fin, la otra, ya dije que son como gotas de agua). Luego consulté en Internet (desde mi iPhone nuevo) el número de la cadena de televisión. Llamé y dije al teleoperador:
- Soy ------. Quiero hablar con el redactor jefe de noticias.
Me sorprendió lo rápido que me pasaron.
- Señor ------, en qué puedo ayudarle.
- ¿Qué es eso de que han quebrado mis empresas? - le espeté.
- Usted sabrá - contestó.
- Yo no sé nada de ninguna quiebra, ni de ninguna empresa. ¿Qué empresas dice que han quebrado? No tengo ninguna.
- ¿Me puede decir de qué vive usted, señor ------?
- De mi salario, naturalmente. Soy administrativo en una empresa del sector textil...
- ¿Administrativo? ¡Usted posee empresas del sector textil! ¿Hablo con el señor ------ que vive en la calle ------?
- El mismo, y no, no tengo ninguna empresa.
- A mí que me cuenta. Están a su nombre. Aunque ya sé que en realidad no. Porque no es usted el señor ------, sino algún mamarracho al que no he colgado hace ya un rato porque quiero que sea plenamente consciente de lo mamarracho que es. Váyase a la mierda.
Y colgó.

Pensé que ya me ocuparía del asunto, pero tenía que ir a trabajar. Desde luego, en su debido momento se iban a enterar. ¡Contar mentiras de la gente y luego tratarles como locos! ¿Dónde se había visto eso? Hablaría con mis abogados… ¡Y qué modales! ¿Mamarracho yo? Pensando en cómo hacer tragar al plumilla ese sus palabras, llegué a mi plaza de garaje y me monté en el coche. Con mi Ferrari (y la habilidad al volante de mi chofer, todo hay que decirlo) llegué enseguida a la oficina. Estaban todos los compañeros a las puertas del edificio y parecían inquietos. Algunos llevaban pancartas evidentemente improvisadas. Creía que me volvía loco aquella mañana. ¿Qué pasaba? Fui a entrar al garaje para aparcar en mi plaza, pero estaba cerrado. Tuve que aparcar cinco manzanas más allá, en un barrio perfecto para dejar aparcado un Ferrari, pero no quiero hablar de eso porque me adelanto a la historia. Sí, me lo robaron, con el chófer dentro, pero en fin, fui andando de vuelta a la oficina.

Cuando llegué, unos cuantos compañeros se abalanzaron sobre mí, y no con intención de comunicarme su afecto precisamente. ¿Yo qué les había hecho? Intervino para frenar la agresión nada menos que el señor Gutiérrez, mano derecha del jefe. Puso calma y me dijo un poco aparte:
- Me temo que los empleados están un poco descontentos. Será mejor que nos alejemos de aquí.
Me alejé, en efecto, caminando con el señor Gutiérrez. Me ofreció un pitillo, llamándome por mi nombre, y me lo dio de la marca que fumo. Me sentía bien por una vez, arropado por la empresa. Yo tenía la razón de mi parte, pues el asalto había sido del todo injustificado y me reconfortaba saber que don Francisco (pues la repentina confianza que mostraba hacia mí me hacía pensar en él usando su nombre de pila), como agudo observador que era, había podido comprobar que no había sido yo el que había ido a la oficina con ánimo de crear problemas. Sin embargo, después de aquella mañana de sobresaltos, no podía estar del todo tranquilo. Ya medio esperaba que pasara algo para demostrar que mi repentina sensación de seguridad era tan solo un espejismo. Sólo quería disfrutar lo que durase aquel engaño, tomarme un respiro. No duró mucho. Una vez que nos alejamos suficiente de las miradas indiscretas y los oídos diestramente sintonizados, a Gutiérrez le cambió la cara:
- Las cosas están mal. Hay una demanda... - dijo.
Sentí un leve mareo.
- ¿Demanda? - respondí.
- Sí, colectiva contra...
- No me encuentro bien. Disculpe.
- ...contra usted. Oiga... se ha puesto pálido.
- Perdone, - dije, y me alejé de él.
Fui caminando hacia mi coche. Realmente no me encontraba nada bien, pero pensé que alejarme de allí me repondría al instante. Al fin y al cabo, no parecía que hoy se trabajase y estaba plenamente justificado porque todo el mundo se había vuelto loco. ¿Qué mejor motivo para tomarme un día libre? Pensé en comer en mi restaurante preferido (brindaría con el chef por su reciente segunda estrella Michelin), y luego quizá iría al casino y jugaría a la ruleta... rusa, pensé en ese momento. Francesa, me corregí enseguida. El lapsus demostraba que aún no me había recuperado de mi mañana horrible, pero el plan era inmejorable. Lo conseguiría. Desconectaría de la repentina demencia general y quizá se curaría tan de pronto como había comenzado. Entonces volvería a mi vida como si nada hubiera pasado.
Así pensaba cuando llegué al lugar donde debía estar el coche. La plaza de aparcamiento estaba tan vacía de mi vehícula como mi cabeza de pensamientos. Me quedé en blanco. Por suerte un mendigo me asaltó a los pocos minutos, arrojándome a la cara su pobreza hedionda (tan ofensiva para los ojos como para las narices) y murmurando algo acerca de una limosna-por-favor-no-es-para-drogas-es-para-comer, lo que me hizo salir de mi estupor y de aquel lugar (por patas).
Cuando me cansé de correr, caminé sin rumbo por aquel barrio. No sé cuántas horas duró la caminata, ni cuántos altos hice en el camino para beber vasos de vino no apto para el consumo humano en cochambrosas tabernas con más cucarachas que clientela. Esperaba aclararme las ideas con el infecto licor, pero sólo conseguía embotarme más. Caminé y caminé hasta encontrarme, sin saber cómo, arrastrando los pies por un descampado lúgubre a la luz de la luna, cantando etílicas canciones con voz ronca.
De pronto, vi a lo lejos la silueta de un hombre. Él también me había visto y venía hacia mí deprisa. Quise correr para escaparme del presunto bandido (también presunto violador, asesino, vendedor ambulante, etc.). Sólo conseguí dar dos torpes zancadas antes de caer al suelo. Cuando el hombre se acercó lo suficiente, pude distinguir sus rasgos. ¡Se trataba de mi chófer!
-          ¡Hijo de puta! – gritó, y me atizó un puñetazo en la cara.
-          Pero, ¿qué he hecho? – dije, asustado.
-          ¡Por su culpa me han pegado una paliza, me han robado la cartera y me han dejado en este descampado! – enumeró - ¡He estado inconsciente hasta hace poco! Será cabronazo…
-          ¡Y a mí me han robado el Ferrari! – respondí al tiempo que gimoteaba.
-          ¡A la mierda su Ferrari! – concluyó él, dándome otro puñetazo, esta vez en el estómago, y se sentó a mi lado.
Permanecimos sentados en silencio. De vez en cuando yo abría la boca para tratar de decir algo, pero él me lanzaba miradas asesinas que me paraban en seco. De todas formas, no sabía qué decir.
-          No debía haberme quedado en aquel lugar, - arrancó por fin mi chófer – Se lo dije. Un Ferrari en un barrio como aquel, ¿a quién se le ocurre? Podría haber vuelto a casa, para luego regresar a recogerle. Pero claro, usted no tiene ni idea de lo que significa un Ferrari en un barrio pobre. “No, no te vayas. Quiero que esperes a que salga del trabajo”.
De nuevo se hizo el silencio. Yo empezaba a tener frío y quería irme de aquel lugar, pero no me atrevía a decir nada por temor a que me cayeran más puñetazos. Con dos iba servido. Se me hizo eterna la espera.
-          Hace frío, - dijo él al cabo de los siglos (minutos, supongo).
Asentí. Él se levantó y echó a andar hacia la ciudad. Caminaba rápido. Le pedí a gritos que me esperase, pero no aflojó el paso. Me puse de pie y le seguí. Tenía frío así que metí las manos en los bolsillos de la americana para calentarlas, con poco éxito. Noté que tenía los bolsillos llenos de papeles arrugados. Cruzamos el descampado sin decir palabra. Cuando llegamos al borde de la ciudad, él se detuvo y yo también. Quizá él pensaba hacia donde ir; yo no pensaba nada. Sin darme apenas cuenta de lo que hacía, saqué uno de los papeles del bolsillo. No pude ver lo que era: una ráfaga de viento me lo arrebató de las manos entumecidas por el frío. Empecé a sacar más papeles: eran billetes de 500 euros. ¡Decenas de billetes! Mis manos torpes no podían retenerlos. Los billetes volaban como una bandada de pájaros que ha perdido la orientación, como mariposas ciegas o como capitales en pena buscando un paraíso fiscal donde posarse y descansar de la fiscalidad progresiva. Revoloteaban sin rumbo, a merced de las ráfagas de viento helado que los sacudían de aquí para allá. Pronto se perdían en la oscuridad sin despedirse. Cuando quise darme cuenta, ya apenas me quedaban papelitos. Luché por retener los últimos, pero mis dedos sólo pudieron agarrarse a uno. ¡El último! Quinientos euros. Con ese dinero podría…
-          ¿Qué es eso? – preguntó mi chófer, que de pronto se había percatado de la alocada fuga de capitales.
Me arrebató el billete de las manos y lo miró.
-          Ya sé lo que es. ¡Mi compensación por la paliza de antes! – dijo y salió corriendo.
No pude seguirle. Estaba demasiado cansado.
Vagué por la ciudad. A esas alturas ya no sabía quién era. No era un magnate, ni siquiera un magnate arruinado. Tampoco un modesto subalterno. No podía volver a mi casa: si ya no era el que había sido, mi casa tampoco sería mi casa. Buscaba un lugar donde caerme muerto por barrios que parecían construidos para almacenar más que alojar a las clases bajas. Iluminado a trechos por las pocas farolas que no estaban rotas, caminaba sin sentir nada. Por fin llegué a una esquina que me resultaba vagamente familiar. En el suelo había unos cartones vacantes. Entre los cartones había uno en el que estaba escrita la siguiente leyenda:
“No soy nadie. Una limosna para nadie, por favor”

Supe que había encontrado mi lugar y me senté sobre los cartones. Así acaba la historia de cómo llegué aquí. ¿Y tú?

2 comentarios:

  1. la culpa es de Confucio por haber inventado la confusión

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    1. Es todo una conspiración china: entre Confucio y el chino que nos echó la maldición se han aliado para buscarnos la ruina.

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